un ser
viviente que respira y sopla,
corcel
inquieto que la brida siente,
probando sus
amarras proa a popa.
Deseando
partir mientras se llena
de coches, de paquetes y viajeros,
por sus venas,
que son largos pasillos,
se acomodan
nerviosos y ligeros.
Hay un afán
que llegue la hora punta,
que diga el
capitán ¿todo dispuesto?
que todos al
fin le digan: ¡vamos!
-¡Soltad
amarras, que ya el mar es nuestro!
¡Con qué
tiento probando de los cables
la tirantez,
que poco a poco afloja!
Al fin se
queda libre y cabecea,
buscando el
equilibrio de su forma.
Se endereza a
la ruta ya marcada:
la salida del
puerto entre dos faros
y luego el
mar, la noche iluminada
de la plata
lunar, o el sol dorado.
Miro su
caminar tan bien medido:
deprisa ni
despacio se diría,
ligero por
cumplir con su legado;
o despacio
-¡que la mar es mía!
El barco
navegando, ¡qué belleza!
como el fuego,
la lluvia o la montaña,
atrae las
miradas con deleite
cual si en ser
natural se transformara.
Yo no pienso
en calderas ni pistones,
ni en brújulas
o mapas preparados,
lo veo cual
caballo de los mares
que una vez
suelto, sigue confiado.
La gente
participa en esa vida;
van y vienen,
recorren los salones,
entran y
salen, pasillos, escaleras:
como sangre
que corre a borbotones.
O se confían
al lecho acogedor
y sienten el
mecer sobre las olas,
como volver al
seno de la madre:
el consuelo
fetal por unas horas.
Yo he cruzado
mi mar cuarenta veces
siempre con
emoción, nunca en rutina;
cada viaje una
aventura nueva,
sin saber lo
que el hado me destina.
Siento en el
mar viva naturaleza
y en su vida
mi vida participa:
si en él
muero, dejadme que en el fondo,
entre peces y
perlas, me derrita.