lunes, 14 de abril de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS. Cáptítulos 16 a19


LAS CLASES DE BAILE

Así fue que tres días más tarde se presentó en la casa con el papel donde ella había escrito su dirección. Abrió Matilde y detrás estaba Herminia, que al verle le animó a entrar y tomar asiento. Él se sorprendió del salón casi lujoso, de la chimenea de mármol y de la presencia del piano.
__No sé si he debido venir, señorita, apenas hemos hablado y tal vez he sido impetuoso. Cuando usted me dijo que no tenía pareja para bailar…
__Ni para nada, -interrumpió Herminia-, ni para viajar, ni para ir al cine. Pero pase y siéntese.
__Vaya, vaya, no me lo puedo imaginar.
__Pues así es. Por eso entendí su propuesta de dar clases como una ocasión para desempolvar al menos mis deseos de bailar.
__Veo que tiene piano, ¿usted lo toca?
__No, quien tocaba algo era mi madre y mi hermana tomó algunas clases, por juego, pero a mí no me dejaron.
__Vaya, -susurró Fernando-.
__Pero tengo tocadiscos y bastantes discos de canciones entre las cuales hay algunos pasodobles, ya sabe: “Suspiros de España”, “Francisco Alegre” y otros.
Fernando ya se la imaginaba en sus brazos, y no muy remilgada. Se le ocurrió una picardía:
__¿Y el chotis? ¿Baila usted el chotis?
__¿Ese que dicen que se baila en un ladrillo? -se reía-.
Había comprendido. Se levantó del sillón, fue al cuartito de los paisajes y de la cómoda tomó el tocadiscos. Cuando apareció cargada, Fernando se levantó y se lo tomó de las manos, ella le indicó una mesita junto al piano. Volvió a por unos discos y colocó uno en el plato. Cuando salieron las notas empezó a girar allí mismo. Fernando fue a su encuentro con los brazos abiertos y se sorprendió de que ella se dejara tomar con tanta naturalidad. Una mano de él puesta en su espalda la sujetaba y le ofrecía la otra con los dedos separados para que ella colocase los suyos.
Dos pasodobles y un intento de tango fueron suficientes por ese día. Herminia estaba arrebolada, tanto por el ejercicio como por la satisfacción de tener unos brazos poderosos que la sostenían.
Herminia se sentó y se abanicaba con un papel. Fernando se quedó de pié repasando los discos que ella había bajado, disimulando su propia excitación, tratando de poner en orden la respiración y de reojo la miraba a ella que ahora no sabía por donde seguir: ofrecerle una copita de vino le pareció demasiado sugerente. Como él había escrito “doy clases”, dudaba si debía pagar. Viendo que no lo podía dejar así, al fin se decidió:
__Supongo que esta es una primera clase. Ya me dirá cuándo puede volver y cuánto se le paga.
Estas frases, que podrían parecer muy formales, estaban dulcificadas por el brillo de los ojos y el rubor de ella.
__Pues mire usted. Herminia es su nombre, ¿Verdad?
__¡Ah, sí! Es que no se lo he dicho.
__El mío es Fernando Cassasola. Pues verá. El día podemos poner uno de los que, como hoy, voy a ensayar. Así salgo un rato antes de casa. Puede ser el miércoles de la semana próxima. ¿Le va bien?
__Sí. Me va bien.
__En cuanto al pago, pues le preguntaré a un compañero que da clases en una academia.
__¿Pues no dijo, o mejor dicho escribió: “doy clases de baile”?
Fernando se echó a reír.
__Bueno, bueno, me ha pillado. Pero ahora sí es cierto. ¿No?
__Vale. Quedamos para ese día. ¿Quiere tomar algo ahora?
__Sí. Un vaso de agua, por favor.
Herminia trajo el vaso de agua y se dedicó a recoger los discos. Mientras Fernando se dirigía a la puerta pensó algo y se volvió a ella.
__¿Esta casa no tiene puerta trasera?
__Sí, por la cocina se sale a la calle de la Alhóndiga.
__Pues si no le importa saldría por allí.
__Por supuesto. Venga por aquí.
Matilde, que se había mantenido en la cocina todo el tiempo, al oírle, se adelantó a abrir el cerrojo de la puerta del patio y la cerró enseguida que él hubo salido.
Herminia se puso entonces a escuchar un disco de valses famosos, poco después llamaron a la puerta. Fue a abrir. Eran dos jovencitos que portaban sendos estuches con algún instrumento musical. Uno de ellos preguntó:
__¿Está aquí Fernando, el del saxofón?
__No, no está aquí
Herminia entendió al instante por qué quiso salir por otra puerta. El otro muchachito le dio con el codo a su compañero:
__Te dije que no llamaras.
__Perdone, señora, es que me pareció verlo entrar aquí.
Herminia le sonrió afectuosa, como comprensiva de su error.
__No, no importa, chicos. Estará en otro sitio.
__Es que vamos al ensayo. Adiós señora.
También con éste, secretos y disimulos.

HABLA EL MÉDICO

Fue a la mañana siguiente, al salir para su paseíto, cuando vio al médico. Este se le acercó y la invitó a entrar en la cafetería. Ya servidos sus cafés, empezó a hablar:
__¿Has visto de nuevo a Diosdado?
__No ha venido, ¿Usted ha averiguado algo?
__Sí, por supuesto. Bastante. Fui a ver a la madre y me contó todo el proceso del embarazo y el nacimiento de este muchacho. Te aseguro que tiene motivos para estar nervioso y tartamudo. Pero creo que tratándolo bien puede mejorar muchísimo. Si vuelve contigo, dale confianza y buen humor. Nada de vino, en esto tendré yo que averiguar si de verdad está afectado, pero es mejor que siga así por el momento.


LAS BELLAS TELAS

Otro de los amigos de Herminia es un viajante del ramo de tejidos y confecciones.
 Estaba ella un día en la tienda “La madrileña” para comprar unos visillos. El dependiente estaba ocupado atendiendo a un representante que extendía en el mostrador hermosos trozos de distintas telas de florecitas propias para niñas; hilos, semihilos y sedas para las madres. Se acercaba el tiempo de las primeras comuniones. El dueño de la tienda atendía a una señora que con prisas compraba tela para un pantalón de hombre. Herminia se entretenía viendo las muestras sin acercarse. El viajante la miró furtivamente  mientras el dependiente atendía a otra clienta y le brillaban los ojos.
__¿Le gustan a usted las telas, señora? Quiero decir de un modo especial, fuera de lo necesario, ya he oído  que va a comprar visillos.
__Sí, me gustan las telas, las texturas, los colores, sobre todo las telas finas estampadas, me gustan por los dibujos. A veces hay tantas flores en un tejido como en un verdadero jardín.Encuentro que hay mucho arte en los diseños.

La escuchaba con deleite. No era frecuente oír a una señora alabanzas a las telas fuera de su utilidad y percibió en ella algo sensual, tal vez por lo que decía o por el hecho de darle conversación o quizás porque sus insólitos collares revelasen a una mujer inconformista y de libre albedrío.
__Traigo además de estas, otras telas que seguro le gustarán.

Abrió otro departamento de la maleta y sacó una gasa negra estampada de tulipanes rojos y margaritas. A Herminia le causó gran admiración y tomó en su mano el trozo. Comprobó la transparencia poniéndola sobre blanco, luego alcanzó de la estantería un forro negro para ver cómo se realzaban los colores. Cambiaban los tonos según el fondo. Le gustó mucho, pero dejó la tela diciendo:
__Es preciosa, pero no se puede vestir, necesita un forro y eso le quitaría fluidez. Además, ¿Cuándo podría una señora lucir un traje así? Es demasiado llamativo.
__Usted podría perfectamente ponérselo cuando quisiera.
Hablaba en voz baja, con esto ya sugería secreto, al tiempo que sostenía en alto la tela desde la palma de su mano añadiendo:
__Si usted me da su dirección, tendré mucho gusto en ofrecérsela para su disfrute particular.

De golpe, Herminia entendió el mensaje, captó la corriente de sensualidad que el hombre manifestaba. Le miró a los ojos un instante y se apartó de él. Ya venía el dueño de la tienda a atender al viajante, que recogió la tela de gasa y se dedicó a presentar las telas infantiles  que tenían venta segura.

Ella se apartó a un extremo del mostrador y buscó una tarjeta en su bolso. El viajante tomaba nota de un par de pedidos que le hacían. Herminia miraba la estantería como buscando la tela de los visillos. Mantenía la tarjeta  en la mano y en cuanto él volvió la vista a ella, se la alargó. Aún se quedó en la tienda para comprar, no sin antes dedicarle una mirada directa cuando el tendero se distrajo. Al fin compró los visillos y salió de la tienda toda emocionada. El hombre le había gustado: no muy alto, bien peinado y trajeado, sabiendo sugerir a través de palabras comunes. Todo esto la llenó de ilusión y esperanza.

Cinco días después, el cartero le entregaba un paquetito donde venía la tela justa para una túnica, sin forro. Después se cruzaron cartas para acordar el día y hora en que podrían comprobar la belleza y transparencia de la prenda.

No quedó defraudada Herminia. Su experto en telas también lo fue en caricias y palabras sabias. Y no se espantó al oírla decir: “¡El Señor es mi Pastor, su vara y su cayado me conducen al prado!”, porque desde que la vio comprendió que era especial.
   
ENCUENTRO CON EL PÁRROCO


Hoy salió temprano, la mañana estaba fresca y las tiendas empezaban a abrir. Por variar, se dirigió a paso vivo a la estación como si fuese a esperar a alguien. Quiso el destino que llegase en el tren el cura párroco y se lo encontró de cara. Éste no perdió la oportunidad de intentar conocer los entresijos de su alma, y si pudiera, los de su cuerpo. Así que la tuvo delante, le habló:
__Supongo que sabe usted que vamos a hacer un triduo de preparación al cumplimiento pascual, ya sabe, confesar y comulgar. Espero verla por la Parroquia. Por cierto, no estuvo usted en la Novena de la Virgen de los Dolores, ¿Verdad?

Herminia estaba parada ante él. La rabia la invadía por no haber podido dar esquinazo al encuentro, pues ya estaba harta del acoso del párroco con la confesión, así que se mantuvo con los ojos bajos escuchando y al fin contestó:
__Usted sabe que yo voy con frecuencia a Almatrona y cuando estoy allí siempre me llego a la Catedral a oír misa  y a veces me acerco a confesar. Por las mañanas está en el confesionario un padre llamado Arturo Segovia, creo que es canónigo. Así que no se preocupe, que estoy en buenas manos. Gracias.

Se apartó dejando al cura chasqueado.
Lo cierto es que cuando iba a Almatrona, se acercaba a la capilla del colegio de monjas donde hizo interna aquellos ejercicios espirituales a los diecisiete años. Allí recordaba cuanto dijo aquel cura o eso creía ella pues la memoria es muy engañosa. De todos modos recordaba  cosas que influyeron en su vida después. Tanto recordaba, que nunca más hizo ejercicios espirituales. Nadie como aquél sacerdote les explicó los mandamientos y el comportamiento que se esperaba de una joven, aquél cura que le regaló dos libros: “La joven de carácter” y “Pureza y hermosura” que leyó luego una y otra vez.

 Es verdad que confesaba alguna vez cuando iba a la capital, pero en realidad no se sentía culpable de ocupar el sitio de alguna esposa de vez en cuando. En su concepto solo recibía migajas de amor, y ya lo dijo alguien en el Evangelio: “Los perros tienen derecho a las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Y hoy era un día en que ella necesitaba esas migajas. 

...continuará...

sábado, 5 de abril de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS, Capítulos 11 a 15


EL PASEO DE HERMINIA.

Herminia vivía su vida sosegadamente. Como muchos días, salió por la mañana. Podría decirse que su paseo por la plaza y la Calle Mayor se asemejaban al de una dama que bajase a su huerto o jardín a comprobar que en tal árbol apuntaba la flor precursora del fruto. O que el capullo del clavel ayer, hoy era flor abierta. Su modo de vestir también era peculiar. Nada de sujetarse a modas pasajeras. Ella había adoptado un modelo: falda negra hasta los tobillos, que podían tener una abertura a un costado, o bien al frente hasta las rodillas y   blusas de telas finas y transparentes en verano o un buen jersey en invierno, de colores claros. Podían ser fucsia, azul, naranja. Y de adorno un conjunto de collares de cuentas de cristal de siete u ocho vueltas, también de colores diversos, que cubrían desde el cuello hasta la cintura. Unos parecían caramelos a medio chupar, como de finísimo ámbar, o de azabache. También el de medallitas de plata. Se completaba su atuendo con un bolso de tela negra recubierta de abalorios semejantes a los collares.

Entró en la cafetería, ocupó la mesita que acostumbraba, pidió su café y se puso a hojear la revista que había comprado. Hoy empezaba la primavera y se notaba en el ambiente. Los árboles de la plaza olían a vegetal caldeado. Los pocos transeúntes, tanto hombres como mujeres, iban con ropas ligeras. Los ventanales de la cafetería abiertos dejaban ver al personal, dos camareros, sirviendo las mesas con cierta vivacidad.

Entraron dos hombres hasta el mostrador. Herminia no volvió la cabeza pero a uno sí lo conoció cuando habló, era Jerónimo, contable de una empresa de construcción. Tampoco él se paró a mirarla, pero su acompañante le hizo señas para que observase lo insólito: una mujer sola y con aquel atuendo. El conocido quiso templar la curiosidad del amigo, pero éste ya se dirigía a la reluciente Herminia para decirle si podía ocupar la mesa con ella. Fue un camarero el que le interceptó el paso diciendo:
__Ahora mismo les preparo esta mesa si quieren sentarse.

Como la maniobra le resultara un poco extraña, comprendió que no debía acercarse a la mujer y contestó por disimular:
__Sólo quería ver la plaza desde aquí.

Su amigo se había mantenido en la barra y tomaba su cerveza con los ojos bajos. El curioso tomó el vaso con el refresco que había pedido, pero intuyó que allí había algún misterio que trataría de aclarar.

Herminia tomó su café y dejando una moneda en la mesa, salió por detrás de los hombres. En cuanto la vio alejarse por la plaza, el forastero se volvió al amigo:
__Ya me dirás qué pasa. ¿Es habitual que aquí entre una mujer sola a tomar café?
__Pues no lo es, pero ésta es muy especial y se lo permite. Si te interesa mucho puedes ir a verla. Solamente tienes que decir, si es que te abren la puerta, que quieres “charlar un ratito con la señora”.

EL CURIOSO FORASTERO.

No le dijo más y así lo dejó a su suerte. La curiosidad del forastero le impulsó a averiguar la dirección de la señora y así un atardecer se presentó en la casa. Unos prudentes toques en la puerta y enseguida le abrió Matilde. Como dijo la frase ritual, le dejó paso. Allí estaba la Señora vestida con una larga túnica de gasa estampada que él consideró más propia de una fiesta. Parecía copiada de un cuadro de Boticelli. Su interés iba en aumento. Matilde le ofreció asiento en el sofá y acto seguido trajo la bandejita con la pequeña porción de vino que se ofrecía a los visitantes y que él se tomó de un trago. Miraba a su alrededor observando los muebles antiguos, los libros. La escalera le provocó curiosidad. Herminia le miraba con una delicada sonrisa y empezó la conversación preguntándole su nombre, ya que él no se había presentado. Dijo su nombre: Ginés, apellidos y edad. Enseguida le pregunto a ella a lo que contestó:
__Herminia, me llamo Herminia. Nací en este pueblo donde mi padre era juez. ¿Usted ha venido por vacaciones o por trabajo?
__Sí, señora. He venido por mi profesión. Soy agrimensor y me han contratado para medir unos terrenos donde quieren hacer un hotel y una cancha de tenis. No sé si conoce la “Hacienda Campello”.
__Muy interesante ese proyecto, ya había oído algo.
__Por eso estaré aquí como un mes trabajando. Jerónimo es mi jefe.
__¿La empresa es de aquí o de la capital?
__Es de la capital.

No sabía de qué hablar y le dedicó a Herminia una sonrisa pícara ante lo cual ella bajó los ojos. No sabía quién le había hablado de la posibilidad de visitarla, pudo ser Jerónimo cuando se encontraron los tres en el mismo ambiente esa mañana, pero ella lo dudaba. Decidido el visitante, le dijo a Matilde:
__Señora, acérqueme el vino ese, porque con una rueda no anda un carro.

Matilde, espantada, miró a su ama que asintió con la cabeza, y el hombre se sirvió la copa llena y mantuvo la botella en su mano, al parecer dispuesto a tomarse la tercera. Cuando hubo tomado el vino, que era bueno, con muestras de delectación, Herminia se puso en pié, se acercó a él y ofreciéndole la mano, con lo cual él tuvo que soltar la botella, dijo:
__Ha sido muy agradable su visita para mí, espero que también para usted.
Sorprendido el hombre, se levantó y ella le guió hasta la puerta, repitiendo:
__Ha sido una agradable visita.

Él no entendía nada, porque se había creído otra cosa, claro que por su cuenta o apoyado en simples indicios. Cuando salió andaba pensativo tratando de entender en qué se había equivocado. Al día siguiente no quiso comentar con Jerónimo el fracaso de su arremetida.

JERÓNIMO.


Por la noche, cuando Jerónimo fue a casa de Herminia y entró saludando, ésta le preguntó con guasa:
__¿Dónde has dejado a tu agrimensor?
__En el Casino. Me ha visto salir ¿Así que se atrevió? Creo que me guarda algo de rencor o recelo, me mira mal.
__¿Es que tú no le explicaste?
__¿Cómo iba a explicarle? ¿Iba a darle cancha a un contrincante? Bueno. ¿Qué te pareció?
__Pues, que en el casino está bien.
__¿Tienes algo para mí esta noche?
__Ya lo verás. ¿Quieres el vino?
__No, ya tomé algo.
__Pues vamos.

Al poco rato sonaba el Réquiem de Mozart en el tocadiscos de arriba y un poco más tarde la voz, desconocida para casi todos, de Herminia que recitaba:
__¡Santo Dios, Santo Fuerte! ¡Santo, Santo, Santo!  ¡Santo… Santo…in…in…mor…tal…! ¡Líbrame Se…ñor…de…todo mal!. ¡Ó…yeme, ó…yeme, Se…ñor!

Era Jerónimo quien la escuchaba sin hablar, a no ser un gruñido, mientras sentía las uñas de ella clavadas en sus brazos o en su espalda.
 Seguía el Réquiem con sus fúnebres notas hasta que, suponiendo que su oración ya había llegado al cielo, Herminia dejó de “rogar a Dios”.

Pasó un tiempo. Cuando ambos salieron del éxtasis, sin hablar se dispusieron a bajar a la tierra, es decir, al piso bajo de la casa. Jerónimo pidió entonces la copita de vino, la tomó y saludó diciendo:
__Quedad con Dios, señoras.

Herminia, sentada de nuevo en su sillón, con los ojos cerrados, recordaba. Los salmos venían una y otra vez a su memoria.

LA BANDA DE MÚSICA.

Herminia terminó su desayuno con más ánimo ya que a las seis de la tarde se le prometía una fiesta particular.

Fernando formaba parte de la banda de música municipal, tocaba el saxofón. El pueblo tiene su banda de música, compuesta por dieciocho personas y dos directores que se turnan, cada uno con un repertorio distinto.

El principal objetivo de la banda es amenizar en la plaza las mañanas de los domingos. Siempre que el tiempo no lo impide, los domingos a las doce se reúnen en ella. Relajadamente se han agrupado los músicos, colocado sus atriles, sus partituras, han saludado al público en general, a algunos en particular y cuando dan las campanadas en el reloj del Ayuntamiento, el director levanta su batuta y empiezan a sonar las notas de “Valencia”, o de “Suspiros de España”, “Francisco Alegre”, “Capote de Grana y Oro”, que son las más frecuentes para iniciar el concierto. Estas notas alegres desatan algunas lenguas de entre el público que se ponen a tararear o incluso cantar. Más de uno se toma esa libertad incluso animado por sus vecinos de asiento.

La plaza de Santovía no es muy grande, por eso la pérgola de los músicos está junto a una pared, que es el muro de una huerta. No es extraño que una huerta avance hasta el centro del pueblo, en este caso es la de un antiguo convento cuya entrada está por la otra calle. Así pues la pérgola es como un gran balcón, con el suelo a tres niveles, el tejadillo de cristal y dos escaleritas a los lados junto a la pared.

Con ser este asunto de la banda una sana diversión, trae de cabeza al párroco Don Ramiro porque la banda empieza a tocar justo en el momento en que él empieza la misa de doce y aunque no están en la misma plaza el ayuntamiento y la iglesia, el sonido llega y distrae a algunos feligreses de buen oído que suelen ser los más jóvenes. Ya han discutido por esto el alcalde, que es quien manda en los músicos, y el señor cura. El párroco dice que debían empezar a las doce y media, a lo que el alcalde le contesta que ponga él la misa más temprano porque:
__¡Oiga usted! ¡En toda España! ¿Eh? ¡En toda España las bandas de música empiezan a las doce!
 Y se zanja la cuestión por unas semanas, hasta que revive la indignación del cura, porque observa que algunos pequeños que van a misa con sus madres salen a la puerta a escuchar, y sus madres o padres tienen que intentar  hacerlos volver al asiento y ellos a llorar porque lo de fuera es más divertido.

En la plaza hay algunos bancos, pero  cuando va a tocar la banda traen sillas en un camión, con lo cual todos pueden escuchar cómodamente. Así pues estaba Herminia sentada cerca de la pérgola y en los brazos de la silla iba marcando el compás de un pasodoble. Ella reconocía la flauta travesera, el oboe, el triángulo, los platillos, el bombo, la caja y el saxo. Del resto de ellos no sabía su nombre. Desde arriba Fernando la veía sonriente, embebida en la música y sola.

Durante el descanso algunos músicos gustan de bajar a estirar las piernas o charlar con amigos, esposas o hijos que han venido también a la plaza. Varias veces son las que Fernando ha mirado a Herminia. Ella se siente observada pero no sabe por quién, tiene como un sexto sentido para esto. Algo que tiene que ver con la piel. Cuando un hombre la mira ella siente como un airecillo por la nuca, no más aire que el de un suspiro, pero que la pone alerta.Podría ser cualquiera de los dieciocho de la banda. Empezó a observarlos y a descartar. No puede ser aquél que está muy atento a la partitura; este otro es muy joven; aquél mira a otro lado… Al fin tropezó con la mirada de Fernando que con los movimientos de la cabeza mientras toca tiene un ángulo de visión bastante bueno, si no necesita mirar mucho su papel. Y por cierto podría tocar todo el concierto de memoria.

Desde su puesto divisa toda la plaza y observa. La mayoría no escuchan la música. Hay grupitos de señoras mayores que charlan sin parar, la música les hace recordar su juventud, sus bailes, alguna de ellas es una erudita en saber quién cantaba este pasodoble o aquella copla, así que la música “en vivo y en directo” queda como fondo. En un extremo de la plaza unas jovencitas se animan a bailar entre risas y pisotones. Nadie les ha enseñado la postura del cuerpo. Un amiguito quiere emparejar con una y ¡horror! Herminia reconoce a su sobrino Francisco, que dobla las rodillas y saca el trasero para bailar. Tal como hacía su padre con la misma edad.
Fernando observa. Le conforta que esta señora esté tan atenta y disfrutando con la banda. Hoy se ha decidido a hablar con ella. En el descanso se acerca y se sienta a alguna distancia. La mira sonriente y pregunta:
__¿Le gusta a usted la música?
__Sí, bastante.
__Veo que es una pregunta tonta. Si está usted aquí es porque le gusta! claro!
__Sí desde luego. Y es que ustedes lo hacen muy bien. Además el repertorio es variado. Muchas piezas son conocidas de escucharlas por la radio, pero otras no.
__Sí, claro, son piezas especialmente compuestas para bandas. O también las hay transformadas de piezas para orquesta. ¿Sabe usted que vamos a dar una sesión en el Casino?
__¿Por qué en el Casino? ¿Para que les oigan los señores que ahora se quedan en los bares?
__No, no señora. Lo que se organiza es para todos, es un baile.
__¡Ah! Sí, otros años lo han hecho, pero no sé en que fecha ni con qué motivo. 
__Pues lo hacemos tres veces al año. Una por Carnaval, otra por el aniversario del Casino, que cae en verano y la de ahora por la fiesta de la Virgen Coronada.
__Sí, he tenido alguna noticia pero, como no tengo con quién ir, no la recuerdo.
__¿No tiene usted con quién ir al baile? ¿No tiene pareja?
__Pues no, no tengo pareja.
El tono contundente con que lo dijo le sugirió a Fernando que iba a añadir “para bailar ni para nada”.
__Desde luego es difícil encontrar alguien a quien le guste el baile y tenga facultades. Y también que se preste. Ya ve, a mí me gusta mucho y mi esposa tiene facultades, pero no le gusta, dice que se hace el ridículo.

Había estado hablando con un tono distendido, pero en el fondo estaba interesado. Miró de reojo al rostro de Herminia espiando un gesto en respuesta a su perorata. Esta se había puesto seria y había cambiado de postura en la silla. Al poco dijo, casi mirando al suelo:
__Sí, es una pena, como dice la coplilla: “tener el agua tan cerca y no poderla beber”.
__¿Así que nunca puede usted bailar?
__¡Oh! bueno, en mi casa, si pongo un disco de pasodobles o de valses, claro que puedo.
__Pero no es lo mismo. ¡Uy! Ya hay que continuar. Señora, siento tener que irme, he tenido mucho gusto.
Sin darse cuenta de ello se habían acercado a las escaleritas todos los músicos a ocupar sus asientos. Herminia se cambió de sitio, se colocó un poco más atrás para marcharse antes.

La conversación con el saxofonista le había hecho entristecer, por poner el dedo en la llaga que ella sufría por no tener pareja para nada, nadie al alcance de su llamada para disfrutar, ya fuera el paseo, el cine o el baile.

Siguió escuchando la música con cierta displicencia, aunque al comenzar la siguiente pieza, la segunda parte de “La Arlesiana” -según figuraba en el programa- con su expresiva melodía, el sonido del saxofón se adueñó del aire con notas melancólicas. Herminia levantó la cabeza hacia el artista, que la estaba mirando como esperando su reacción. Cuando se cruzaron sus miradas él le guiñó un ojo. Ella sonrió. Él siguió tocando para ella.

Otro día Herminia acudió a la plaza para escuchar el concierto de la banda. Se sentó en el mismo sitio, presentía que el músico volvería a hablarle. Hacía un poco de viento y con él llegaban olores de los frutales y las flores del huertecillo cercano. En los asientos que sacaban del ayuntamiento cada domingo para el público, habían dejado los programas de la actuación de aquél día: “En er mundo”, de Fernández y Quintero, “Olas del Danubio”, de Ion Ivanovici, “Polca del barril de cerveza”, popular, “El gato montés”, de Manuel Penella, “Francisco Alegre”, de Quintero, León y Quiroga, y como final, la muy conocida “Marcha Radetzky”, de Johan Strauss, padre.

Herminia lo leyó y reconoció algunos títulos. El saxofonista no la miraba. A ella le pareció que no se había dado cuenta de su presencia pero no era así pues en el descanso vino a verla.
__Hola, señorita. ¿Le está gustando el programa?
­­__Sí, sí. Encuentro unas piezas conocidas y otras no.
__¡Ah! Dígame ¿Conoce usted ésta que vamos a tocar después?
 Le mostraba el programa donde había algo  escrito a mano entre dos líneas. Herminia lo cogió y trató de leerlo pero no entendía, pues lo escrito a mano era: “doy clases de baile a domicilio”. Lo miró pero él se alejaba ya. Tras muchas dudas, entendió. ¿Cómo podría decirle que sí, que aceptaba?

La música seguía sonando, llenando el aire de la plaza y el del huerto contiguo. La inocente música que todos podían oír sin sensación de pecado. Salvo ella, que ahora con una propuesta casi pecaminosa en las manos, se estremecía. Bailar en su salón, sin ojos que la criticaran, porque ya se imaginaba en los brazos de él. Brazos fuertes que mantenían el saxofón en alto desgranando filigranas.
Con la siguiente pieza, un pasodoble que daba fin al concierto, ya se sintió mecida por el encanto. Él la miró un momento, esperaba una respuesta. Herminia buscó un lápiz en su bolso y en el mismo programa escribió su dirección. Esperó que él volviese a mirarla y le sonrió ligeramente. Empezaron los músicos a bajar del templete y Fernando se retenía para salir el último, así que Herminia se le acercó y mostrándole el programa donde ella había escrito algo dijo:
__Sabe usted, tengo mucho interés en oír esta pieza.  ¿Cree que algún día la podrán tocar?
Al oírlo, él creyó que de veras hablaba de una pieza de música hasta que leyó “Plaza de San Martín. Nº 8. Bajo”… y entendió de un golpe.
__¡Oh, sí, señorita! La tenemos en nuestro fondo de actuaciones. Muy pronto la volveremos a tocar.
__Pues será estupendo, gracias.
Herminia se apartó de él, que la siguió con la mirada, todavía no muy seguro de que la propuesta hubiese caído tan bien. 

... Continuará...