LOS
LIBROS DE LEYES.
Una tarde que estaba
Herminia en casa leyendo poesía en un pequeño libro, se quedó dormida. Al poco
rato se le cayó el librito de las manos; la sensación de que algo rozaba sus
rodillas y el ruido la despertaron. El sueño había sido profundo aunque breve,
así que al abrir los ojos, de momento no reconoció el sitio en el que estaba.
En el salón entraba ya
poca claridad por la única ventana, la que da al patinillo de las macetas, así
que al mirar le costó un esfuerzo mental ubicarse y reconocer los muebles que
la rodeaban, pero aquella gran sombra oscura en la pared del fondo le pareció
la entrada de una cueva o de un túnel. Prendida del sueño tardó bastante en reconocer
lo que ocupaba aquella pared y aún cuando se dio cuenta de que era la
biblioteca, los libros de su padre, se sorprendió de que aquello tuviera tal
negrura. Le pareció que nunca los libros habían sido tan oscuros.
Esperó unos minutos
para estar despejada y se levantó a encender la luz. Cuando miró en la
dirección de la mancha oscura se extrañó de no haberlo visto así antes. Allí
estaban los libros de su padre, los libros de leyes con sus lomos de tela color
burdeos o verde oscuro y sus tapas duras de buena encuadernación. Y aquél otro
anaquel de los libros raros, que no formaban colección y habían venido de
distintas ciudades, donde su padre los había solicitado a un compañero o a una
librería.
Allí estaba el “Corán” que vino de
Casablanca en edición bilingüe encuadernado en piel, con las letras de la portada en árabe incrustadas en
oro. El “Código de Hammurabi” que su padre admiraba tanto por su claridad en
los planteamientos, editado en París. Herminia acarició el lomo de algunos de
ellos y le devolvieron un tacto seco. También se encontraba allí “El Libro
tibetano de los muertos” y el “Código de las Siete Partidas” de Alfonso X el
Sabio. También un ejemplar de “La Biblia” con numerosos comentarios y
magnificas ilustraciones, editado en Salamanca.
Intrigada por aquellas
nuevas sensaciones tomó una silla y se sentó delante de los libros para
estudiar porqué ahora le parecían los libros más oscuros y más secos. Incluso
sintió un ligero temor, como ante algo misterioso. Al cabo de un rato pensó que
los libros habían perdido su espíritu, su ser vital, como cuando un árbol se
está secando y de pronto un día dices: está muerto.
Volvió a su sillón,
desde allí la mancha oscura que robaba la luz en aquella pared, seguía
aturdiéndola. Recordó con cuanto interés su padre le pidió un día que le
ayudase a hacer un registro de ellos, las horas que pasaron mientras él le
dictaba los títulos de la extraña clasificación que se había inventado. Allí
estaba todavía aquél cuaderno de tapas de hule negro, que no llegó a recoger
todo el inventario.
Herminia se dijo que
ya no tenía objeto conservarlos, aunque tal vez podrían servir a algún
estudiante. El Derecho Romano y el Derecho Canónico no habían cambiado.
Después de cenar llamó
a su hermano y luego de interesarse por la salud de todos le preguntó si
querría llevarse los libros de papá:
__¿Ahora te estorban
los libros? ¿Dónde está el interés que pusiste para dejarlos en la casa? Porque
te pusiste muy pesada con eso.
Herminia sintió el
reproche como un puñetazo en el pecho, pero pudo reaccionar ignorándolo.
__Creo que todavía le
pueden servir a alguien y si tú no los quieres para tu hijo, trataré de
venderlos.
__¡Vale! ¡Pero yo
quiero mi parte! Si los vendes me darás la mitad. ¿De acuerdo?
__Pues no. Si los
vendo, en buena ley te correspondería un tercio, porque, si no lo has olvidado,
tenemos una hermana. Y en todo caso yo los he cuidado estos años y tendré que
buscar comprador, así que esto cuenta.
__Vale, vale.
Quédatelos y que tengas suerte.
__Gracias, generoso.
Volvió a mirar en la
dirección de los libros. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? En aquella pared
podía ponerse un gran poster o un cuadro de paisaje, algo que hiciera la
impresión de una ventana al exterior. Decidió empezar enseguida la tarea de
sacar de allí los libros en que se habían sustentado los conocimientos de su
padre, muerto diecisiete años atrás.
EL ANUNCIO DE LOS
LIBROS.
A la mañana siguiente
en su paseo matinal fue hasta los juzgados. Los policías que custodiaban la
puerta le dieron paso un poco extrañados. Herminia siempre iba sola, la
conocían de la calle, del paseo. Y cuando dijo que querría ver al secretario,
la guiaron al despacho.
El despacho del secretario del mundo de
las leyes era un caos. Herminia ignoró los armarios abarrotados de carpetas
colocadas al derecho y al revés, la mesa de la máquina de escribir igualmente
inundada de papeles, la máquina en la esquina de otra mesa…
__Permítame
presentarme. Soy Herminia…
__¡Ah! Sí, señorita,
la recuerdo. Dígame en que puedo servirla.
Su tono era
ligeramente apresurado. Un joven que escribía en otra mesa hizo ademán de
marcharse pero él lo detuvo con la mirada. Herminia se hizo cargo de que no
debía extenderse en explicaciones. Todos trabajaban.
__Quisiera saber si
aquí tienen biblioteca profesional, digo para consulta de los abogados y…
__Pues no, mire.
Cuando se hizo este edificio se reservó un espacio para biblioteca como usted
supone que debería haber, pero antes de instalarla hizo falta abrir tres
despachos más, así que cada abogado y los jueces usan sus propios libros.
__Sí, ya comprendo, lo
que vengo decir es que aún tengo los libros de mi padre. ¿Lo recuerda usted? El
juez Eugenio Estébanez. Y tengo que sacarlos de casa porque hay una gotera en
el techo y hay que hacer obra -eso se lo inventó en el momento para justificar
la retirada de los libros-.
__Así que quiere ¿vender? los libros. Pues lo que
se me ocurre es que ponga un anuncio de que usted los ofrece.
__¿Podría ponerse aquí
el anuncio? Es donde puede verlo alguien interesado.
__Pues sí, yo mismo se
lo redactaré. A ver, Agustín tráeme la máquina.
El joven acercó la
máquina y unos folios en blanco. El secretario tomó uno y se puso a escribir
con decisión. Cuando llevaba tres renglones tiró del papel y lo arrugó.
__No le he preguntado
qué libros son. A ver…
Herminia sacó de su
bolso la libreta negra y leyó unos títulos. El le pidió la libreta y
directamente copió algo.
__¿A dónde hay que ir
a por ellos?
__Plaza de San Martín.
Nº 8. Bajo.
__¿Era esa la
dirección de su padre, el juez?
__Pues sí, señor. Yo
vivo allí.
__Bien, bien. Toma,
Agustín, pon esto en el tablón de anuncios.
Herminia se levantó y
tendiéndole la mano dijo:
__Ha sido muy amable.
Muchas gracias.
Herminia esperó en el
pasillo a que terminase Agustín de apretar unas chinchetas para poder ver como
había quedado su anuncio, que el redactor no le había mostrado. Al fin salió
todavía impresionada de la basta figura del secretario, su cabeza grande, las
manos gruesas tal vez más apropiados para partir carne con un hacha. Pero
claro, el mundo está compuesto por los demás.
PREPARA LOS LIBROS.
Volvió a su casa, y
desde aquél día la tarea de sacar los libros se le hizo perentoria. Empezó con
Matilde a quitarles el polvo, así que al sacar uno salieron corriendo dos
pececillos de plata. ¡Uf! A saber lo que habrán hecho ya. Los repasó casi
todos, sacando algún papel con anotaciones puesto por su padre. También miró si
se había despegado alguna tapa y si el cosido estaba firme. Hacía esta tarea
con cierta urgencia y al mismo tiempo con satisfacción y de vez en cuando se
regalaba a sí misma con un piropo: ¡Ha sido una buena idea! ¡Seguro que ahora
le sirven a alguien!
Tenía
cierta prisa inexplicada. Por ello, días después volvió al juzgado a ver si el
anuncio seguía allí, que, aunque mal redactado, tenía bien la dirección. El
pasillo de entrada bullía de personas entrando y saliendo a diferentes
despachos. Los policías de la puerta la saludaron con un ligero toque a la
gorra a lo que ella respondió con una leve sonrisa. Despacio se internó en el
edificio, como no queriendo molestar. Todos los demás tenían algo importante
que hacer allí. Ella no, solo vigilar que no hubieran quitado el anuncio. Y
allí estaba, medio caído por falta de chinchetas. Se quedó parada no sabiendo
qué hacer. Vio salir de un despacho a dos hombres que venían charlando. Uno de
ellos reparó en el papel a medio caerse que ella miraba y tomando una chincheta
vacante en la parte alta del tablón lo colocó bien y lo aseguró. Al mismo
tiempo lo leyó por encima y se sonrió. El que venía con él sintió curiosidad
por el papel y dijo:
__¿De qué te sonríes?
Pero no le dio tiempo
de contestar, acababa de ver a Herminia en el pasillo esperando que ellos se
alejaran.
__Señorita Herminia.
¿Cómo está usted?
__Bien, Don Arturo,
bien. Gracias.
__Veo su dirección en
ese anuncio de libros. ¿Es correcto?
__Sí, Don Arturo, son
los libros que aún conservo de mi padre, pero tengo que hacer obra en la casa…
__Me alegro de verla,
que tenga suerte.
Y tomando del brazo a
su acompañante avivó el paso hacia la salida. Con todo esto su compañero se
quedó intrigado pero no quiso preguntar. Ya volvería él solo a ver qué decía el
anuncio. Así lo hizo en cuanto pudo para enterarse de que alguien ofrecía tales
y tales libros. Tomó nota de la dirección. Aunque había nacido en Santovía, pasaba
de veinte años los que llevaba fuera y recordaba pocas calles. Había vuelto a
sus orígenes para instalarse. Una tarde preguntó a alguien conocido por la
dirección escrita. Al ser una plaza pronto la recordó de sus juegos de niño y
se dirigió allí.
ALGUIEN SE INTERESA
POR LOS LIBROS.
Dos puertas iguales
con sus minúsculas terrazas y sus bancos de obra con azulejos. Miró en su papel
el número. La puertecita de reja se abrió, llamó al timbre. Abrió la misma
señora a quién vio saludar en el juzgado, una mujer de unos cuarenta años, con
el pelo recogido en trenza cayendo por un hombro y un vaporoso vestido celeste
que parecía salido de una película musical de los años 50.
__Buenas. ¿Es aquí
donde?…
__Pase usted, Don
Cecilio. Sí, es aquí lo de los libros.
__Pero ¿Sabía acaso
que yo iba a venir?
__No, eso no, pero le
vi interesado cuando vio el anuncio. Pero pase, hablaremos dentro.
Bastante sorprendido,
Cecilio entró en la casa. Ella lo dirigió a la derecha del salón, donde
enseguida él vio la mancha oscura del anaquel de los libros, altos estantes que
ocupaban más de media pared. Luego la esperó mientras ella cerraba la puerta
antes de acercarse a mirar. Herminia le indicó un silloncito y ella se sentó
enfrente, cerca de la ventana.
__Por lo que veo, le
interesan estos libros.
__Sí señora, soy
abogado y vengo destinado a Santovía. De momento no tengo una casa espaciosa
para poner mi despacho, aunque espero que de aquí a unos días consiga una que
estoy gestionando, así que esta oferta de usted me viene muy bien. Bueno,
dependiendo del precio que pida por ellos y si está dentro de mis
posibilidades.
Herminia se sonrió.
Había estado atenta al discurso de Cecilio, tan bien expresado, quien al mismo
tiempo, un poco nervioso, se removía en el asiento y con razón: porque ver a
aquella señora, que no sabría definir si elegante o juvenil, con su trenza
negra cayendo por un hombro, dejando el otro lado del cuello visible hasta el
escote en pico, pues… no era una visión habitual.
__Por el precio no se
preocupe, ya lo tengo pensado y no será discutible. Pero me gustaría saber algo
de usted, cómo es que vuelve por aquí y según parece que para instalarse.
__¿Cómo es que usted sabe
que soy de aquí?
__Yo también soy de
aquí y le recuerdo a usted. Cecilio Durán. ¿No es eso?
__Sí, en efecto, soy
Cecilio Durán, pero falto de aquí hace mucho tiempo.
__Pues le recuerdo
perfectamente. Éramos muy jóvenes. Usted vino con mi padre a ver estos libros
¿Lo recuerda ahora? El juez Eugenio Estébanez. Él le dio unas explicaciones de
leyes pues usted preparaba un examen.
__Sí, ya recuerdo
algo, pero no fue aquí. ¿O sí?
__No fue aquí, sino
que entonces teníamos la casa
contigua unida con esta. Pero al quedarme yo sola se vendió y los libros
pasaron a este lado. Hace ya mucho que murió mi padre, y aunque yo los he
conservado en su memoria, veo que hay que dejarlos seguir su camino, o sea, que
sirvan para alguien vivo.
__Así que usted es la
hija del Juez Estébanez y me recuerda de aquella visita.
__Sí, eso es.
__Siento no poder
decirle que la recuerdo también.
__Era una visita de
trabajo. Pero por entonces ningún muchacho entraba en mi casa. Fue después
cuando empezaron a visitar a mi hermana.
__¿Y a usted no? Me
cuesta creerlo.
Herminia bajó los ojos
y no sonreía.
__Cambiaron mucho las
cosas cuando se casaron mis hermanos y mi padre murió.
Cecilio se puso serio
y estuvo contemplándola hasta que ella reaccionó.
__Bueno, aquí está el
objeto de su deseo y su visita. Si quiere, puede empezar a mirarlos, por si de
verdad le van a servir y le interesan.
Se levantó y se acercó
al lateral del estante. Allí se apoyaba un atril de pié alto para consultar los
libros con comodidad. Cecilio se levantó a tomarlo con sus manos y lo colocó
delante del sillón. Sacó un libro y lo puso para hojearlo, pero en realidad ya
los conocía. Eran los que en la biblioteca de la facultad había consultado
docenas de veces. Y en el fondo estaba distraído. Quería saber otras cosas, por
ejemplo: ¿quién era esta mujer? ¿Por qué lo recordaba? ¿Cómo era cuando vino a
su casa? ¿Acaso le dijo él algún requiebro?
__Bueno, creo que no
hay mucho que repasar, veo que están en buenas condiciones y me interesan. Así
que si le parece hablaremos de su precio. ¿Lo tiene pensado?
__Sí, lo tengo
decidido. Regalárselos a quien verdaderamente los vaya a aprovechar y parece
que esa persona es usted.
Cecilio se sorprendió
y casi se le cae el libro que tenía abierto. Con gesto rápido lo sujetó.
__Me asombra usted.
Se quedó mirándola unos instantes y vio
cómo ella bajaba los ojos y estaba seria. Siguió hablando:
__Quizás no debía
sorprenderme por esto. Presiento que hay en usted otras facetas
interesantes.
Ahora Herminia sonreía
sin mirarlo, había cambiado la postura de los pies y las manos. Cecilio era
abogado, acostumbrado a tratar con muchas personas, unas que decían la verdad y
muchas la mentira. Los gestos, las posturas, las miradas eran para él un
lenguaje más claro que el de las palabras. Así que entendió que Herminia decía
sin hablar: “atrévete, puedes llegar”. Pero de momento no dio ningún paso.
Empezó un rodeo.
__No voy a decirle
cuánto le agradezco su oferta, no tendría palabras. Sólo le diré que lo tomo
como una herencia del Juez Estébanez y que esto me obliga mucho, tanto a conservarlos
como a aprovecharlos en esta nuestra ciudad. Y ahora permítame que la conozca
un poco más, para empezar, ha
dicho usted “cuando se casaron mis hermanos”. ¿Y usted, no se ha casado?
__No tengo marido, es
verdad. Y no tengo profesión porque no terminé los estudios, por tanto no tengo
relación con muchas personas, la familia y poco más. Como soy la menor de las
hermanas, me quedé cuidando a mi madre.
Salió de la cocina
Matilde y se acercó sin hablar por si Herminia le pedía algo. Ésta se dirigió a
Cecilio preguntándole si tomaría una copita de vino. Él aceptó. Había
comprendido que la visita debía terminar. Cuando Matilde sirvió en la mesita de mármol la copita para él
y para ella un café, ambos tomaron su bebida en silencio. Al terminar, Cecilio
se puso en pié para despedirse y ella le acompañó a la puerta. Solo entonces se
atrevió a mirarle a los ojos, los preciosos ojos azules de Cecilio que ella
tanto recordaba, ahora tras unas gafas de montura dorada, al tiempo que decía:
__Puede venir cuando
quiera, será bien recibido.
Cuando Cecilio salió a
la calle era casi de noche y de pronto se sintió desorientado. Tuvo que hacer
un esfuerzo para arrancarse de allí.
Al día siguiente tenía
que ir al juzgado a ver a su compañero Arturo. Después de tratar el asunto que
lo había llevado allí, salieron juntos. Ya que habían pasado del sitio, Cecilio
se volvió a mirar el tablón de anuncios. Allí estaba, otra vez falto de una
chincheta, el de los libros. Sonriendo para sí lo arrancó y lo guardó en su
bolsillo.
__¿Qué haces?
__Lo quito porque ya
no tiene que estar aquí.
__¡Ah, sí! ¿Y cómo lo
sabes?
__Porque ya son míos.
__¿Quieres decir que
has ido a esa casa por los libros?
__Exacto.
__¿Y los has comprado?
¿Cuánto te ha pedido?
__Nada. Por ser buen
chico me los ha regalado.-Cecilio estaba feliz de poder decir esto-.
__Me parece que estás
perdido, dijo Arturo, mirándole con cierta lástima.
Cecilio entendió que
quería decir “eres un tonto con creerte eso. Ya les pondrá precio”. Porque
Arturo conocía a Herminia.
Dispuesto a hacerse
con aquél botín, Cecilio fue a la imprenta a encargar unas cajas de cartón.
Allí se encontró con Luís, el concejal de transporte, quien al saber que iría a
casa de Herminia por los libros del juez le dijo en voz baja, con una sonrisa
pícara:
__¡A ver si te da
también el Libro de los Salmos!
Cecilio se quedó
confuso. Herminia sólo había hablado de los libros de leyes. Aunque él había
visto algunos diferentes, -recordó el Corán con letras de oro-, Herminia no había citado el tal libro
de los salmos. Así pues fue una tarde con el paquete de las cajas, aún plegadas
de modo que fuesen manejables, para empezar a llenarlas con los libros.
Herminia le indicó dónde debía colocarlo y le ayudó con la primera caja.
__¿Ha traído cinta o
cuerda para cerrarlas?
__Pues no, dijo
Cecilio, titubeando.
__¡Ya! Veo que tendré
que ocuparme de esto. -Salió del salón y volvió con un rollo de cinta
adhesiva-. De momento pondremos esto y para el final habrá que poner un asidero
a cada una.
Cecilio se dio cuenta
que era no poco trabajo y dudó si debía dejar que ella le ayudase o traer a
alguien. Pero Herminia era hábil y en un rato estuvieron cinco cajas
preparadas.
__Nos hemos ganado un
descanso y un café. ¿Le parece?
En su interior sintió
Herminia que si acababan pronto él no tendría que venir más y luego ¿qué? Se
perdería de nuevo la ocasión de verle.
Llamó a Matilde para que les pusiera
algo de merendar. Mientras tanto se sentaron cerca de la mesita de mármol. El la miraba. Hoy la blusa era violeta
y la falda negra. Pensó Cecilio que estaba arreglada para salir después.
Recordó las palabras de Luís que le dejaron confundido por el tono. Les
sirvieron el café y unas galletas, aunque él no acostumbraba a tomar algo por
la tarde, pero también quería alargar la jornada porque Herminia estaba
preciosa con su falda negra y blusa estampada, sin mangas, dejando ver unos
brazos jugosos. Ya cerca de la puerta para salir se decidió y volviéndose a ella
que le seguía dijo:
__Me han comentado no
sé qué de un libro de Salmos…
Ella se demudó y cogiéndole
por un brazo con fuerza dijo:
__¿Qué le han dicho?
¿Quién?
Cecilio comprendió que
la cosa era fuerte y no sabía cómo seguir. Pero ella le apretaba el brazo como
si de allí tuviera que exprimir sus palabras.
__¡Pues ha sido Luís!
Me ha preguntado si también me daría usted El Libro de los Salmos.
__¿Sólo eso?
__Sí, sólo eso, pero
no esperó a que yo le contestara y se fue. Porque no hemos hablado de un Libro
de Salmos, ¿Verdad?
Herminia aflojó la
mano. Estaba enfurecida pero pudo sobreponerse y decirle:
__Si alguien más le
nombra el Libro de Los Salmos usted sólo tiene que mirarle de arriba abajo con
desprecio, sin contestar. ¿Comprende? Con desprecio y sin decir sí, ni no.
Cecilio le prometió
hacerlo así y salió sin comprender.
... Contiunará...