sábado, 22 de marzo de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS. Capítulos 7 a 10


EL MÉDICO.

A la mañana siguiente le apeteció salir por la plaza, aún sentía angustia por la visita de Diosdado. Se paró en la librería y compró un periódico. En la mercería se compró unas medias. Después se sentó en un banco de la plaza. Acertó a pasar por allí don Marcelino, el médico, y como la conocía bien se acercó a saludarla. Presentía algún problema  pues al ver su rostro triste se sentó a su lado. No tardó Herminia en preguntarle.
__¿Qué opina usted de Diosdado, el hijo de Doña Trinidad?
__¡No me digas que ha ido a verte! Su cara expresó suma preocupación.
__Sí, ha venido. No sé como ha podido entender que yo “canto”, pero no se preocupe, no pasó del salón. Lo que sí aún me tiene preocupada es su tartamudez, y otra cosa, al decirle si quería una copita de vino, se espantó y dijo: ¡“Yo no puedo beber, lo dice mi madre”!
__Es mejor que no beba. Por eso tiene a Joaquín a su lado. Su madre teme que se emborrache, pero en realidad no veo el motivo. Tal vez su padre se emborrachaba, aunque murió no hace mucho y yo no le conocí ese vicio. Tú no le fuerces.
__No tengo ningún interés, pero me da la impresión de que está demasiado dominado por su madre, que no le deja crecer como hombre. ¿Sabe usted si tiene hermanos?
__Sí, desde luego, sé que tiene un hermano mayor, casado, que vive en Pardiole. Ahora que hablamos de él, creo que voy a averiguar qué relación tiene Diosdado con su madre. Quizás no sea la adecuada.

Se despidieron.
De allí se fue a  la cafetería donde tomó su tacita de café. Un muchachito cualquiera le trajo un papel doblado en el que se podría leer algo como: “Fernando C. a las 6”, que era como una contraseña y contrato a la vez. Ella lo recogió con discreción aunque cualquiera que lo viera sabía de qué iba. Nadie la molestó.

EL PÁRROCO.

Otra mañana paseando por el jardincillo de la plaza iba ojeando una revista de cine, oyó pasos apresurados a su espalda, pasos de hombre, así que no se volvió, pero el hombre en cuestión dijo:
__¡Herminia!
Y Herminia se paró. Él se le puso delante cortándole el paso pero no se acercó, sino que a distancia empezó a hablarle:
__Herminia. Ya sabes que mañana empieza la Novena de la  Virgen  de los Dolores.
__Pues sí, lo he oído.
Para sorpresa de ella, era el mismísimo cura párroco quién le hablaba, Don Ramiro. Él prosiguió:
__Me gustaría verte por la iglesia participando en el culto.
Herminia escuchaba. Su cara reflejaba máxima atención como cuando un perro levanta las orejas al sentir peligro.
__Tal vez te gustaría participar en el coro que se acaba de formar.
¡Ah, viejo zorro, quieres oírme cantar!- Pensó ella.
__Pues muchas gracias Don Ramiro, claro que iré a la Novena de la Virgen de los Dolores.
__¿Y te apuntarás al coro?
__Don Ramiro, yo de cantar nada. No es mi arte. -Vas demasiado directo, se te nota la intención, siguió pensando Herminia-.

Los ojos del cura reflejaron la decepción o la rabia por no poder entrar en el pensamiento de aquella mujer de quien había oído decir “que cantaba cosas de Iglesia” con los hombres. Herminia bajó los ojos dulcemente mientras se apartaba  y el astuto cura tuvo que seguir su camino sin el éxito esperado.

RECUERDOS DE LA INFANCIA.

 Cuando entró en la cafetería siguió mirando su revista mientras esperaba. Se acercó el camarero con el café y un sobrecito que había dejado allí alguien que no quiso acercarse a ella aporque la vio hablando con el cura.
En la revista de cine aparecían unos fotogramas de una película antigua, paisajes de árboles, unas peñas junto a un río. Esto le trajo a la memoria una excusión que hicieron cuando eran niños, con su madre y otras dos madres y algún hombre que no recordaba si era padre o tío de alguna niña o niño.

En aquella ocasión rememorada, unos cuantos coches se acercaron con la trouppe a un espacio junto al río, que posiblemente era también huerto. El caso es que había árboles frutales entre las peñas. Ella y su amiga Victoria, de unos siete años, vieron frutas caídas y se les ocurrió recogerlas. Le pidieron a una de las madres una bolsa o trapo grande. Como llevaron manteles y algunos cacharros para cocinar, quizá un arroz, les dieron a las niñas un gran trapo. Por el suelo encontraron brevas, moras y ciruelas. Se afanaban en buscar entre las piedras y así recogieron una buena cantidad de frutas, la mayoría inservibles, unas por maduras y otras por verdes o golpeadas, pero ellas estaban felices.

Francisco tenía unos trece años y era un chicarrón. Le encantaba Laurita, de una edad parecida, o los gritos de Laurita, que aunque fuesen  de enfado, el los recibía como de gusto. Este día Laurita tomó un caminillo entre unas peñas por ver un poco más allá. Francisco salió en su busca, la alcanzó y medio derribada sobre una roca se le echó encima, la besuqueó y le levantó la falda pese a los aspavientos de la niña. Insistía en los besos y hasta le dio un mordisco en la mejilla sin dejar de achucharla. Cuando oyó a la madre de Laurita, una mamá como es debido, llamarla pues la había perdido de vista, se levantó y salió corriendo. Y muy listo él, por si Laurita le contaba algo a su madre, se preparó una coartada al instante. Viendo que su hermana tenía un motón de fruta le arrebató el botín y tranquilamente fue junto a su madre diciéndole:
__¡Mira todo lo que he cogido! ¡Hay fruta para todos!
Doña Marina miró a su hijo con dulzura, pensando qué buen hijo tenía. Pero la mirada de odio y rencor de las niñas recolectoras le persiguió todo el día. Para disimular, Francisco se fue a la orilla del río donde sus amigotes trababan de cazar ranas.

Cuando Laurita llegó junto a su madre no pudo explicarle porqué tenía la cara colorada.
No fue la única vez que Francisco se mereció las miradas fulminantes de Herminia, aunque él parecía incombustible. Ya fuera estropearle un tebeo por gusto de oírla chillar, o aquella vez que quiso unas tablitas finas para hacer un avión “que volara”. Lo había oído decir, que con unas maderas finas se recortaban las alas y la cola… y claro, aquella tarde no había maderas en la casa -y no era cuestión de ir al carpintero por ellas-. El estuche de costura de Herminia fue sacrificado en honor del constructor de aviones. Estuvo un rato recortando las tapas, hasta que vinieron los amigos y dijeron que con esa madera nunca volaría su avión…

Pasado aquel paréntesis de relajación la vida continuaba.
Herminia siguió su camino a casa. Cuando pudo abrir el sobrecito se sonrió ampliamente. La visita de la noche se prometía divertida, firmada por “Pepe”. Recordó los gustos especiales de tal persona. Para él lo más divertido era la ropa. Ella debía ponerse un liguero de encaje negro que él había traído y unas medias rojas. Le encantaba acariciarle las piernas sobre la seda y contemplarla diciendo una y otra vez ¡Qué guapa estás! antes de enredar sus piernas peludas a las suaves medias rojas. Se mostraba feliz, juguetón. Incluso le había sugerido dos veces que hiciera instalar un espejo en el techo, como complemento erótico, a lo que Herminia se resistía.

NOTICIAS DE DIOSDADO.

No dejaba de preocuparle la salud mental del visitante tartamudo. Lo comentó con Matilde por si acaso ella podía averiguar algo de las sirvientas de la casa de Doña Trinidad, con las que a veces coincidía en el mercado. Pasaron varios días y Matilde le trajo noticias. Ciertamente le comentó que Doña Trinidad era seca con todo el mundo menos con su hijo mayor, que algunas veces la visitaba. Pero este hijo, llamado Pedro como su padre, no tenía mucha simpatía hacia su madre aunque la visitara con cierta frecuencia.

Le contaron que a su hijo menor, llamado Diosdado, nombre extraño en la familia, lo vigilaba y regañaba como a un niño rebelde, sin aceptar que tenía edad de hombre. Con estos datos que no aportaban casi nada, Herminia quiso hablar con el médico de nuevo.

Una mañana procuró acercarse al ambulatorio para estar alerta por si el doctor salía. Así ocurrió. Herminia le dijo que quería hablar con él, pero como era de otra persona, no había querido entretenerlo en la consulta. El doctor entendió y la acompañó a la cafetería donde pidieron sendos cafés. Sentada enfrente de él, en voz muy baja, le suplicó que averiguase qué pasaba con Diosdado y si se le podía ayudar. Si volvía, quería saber cómo tratarlo. El doctor también se había interesado y un día avisó a la madre de Diosdado que quería hacerle una visita.

La casa de esta familia es hermosa, está casi a la salida del pueblo y tiene un buen huerto con algunos naranjos y ciruelos, amén de todas las hortalizas que su criado Lucas consigue hacer crecer. Doña Trinidad se asustó con el anuncio de la visita, ya creía que sus esfuerzos por mantener a su hijo alejado de la bebida habían fracasado. Cuando llegó el médico estaba nerviosa, sentada en un sillón de mimbre con respaldo alto, cerca de una ventana que daba a la calle. Los visillos apenas dejaban pasar la luz de la tarde. Un vestido negro la cubría haciéndole parecer aún más delgada y eso que no estaba sobrada de carnes. El cabello medio cano lo llevaba peinado en un moño alto, tenía la nariz afilada y las mejillas descoloridas. Sin levantarse tendió una mano a Don Hilario, que notó su contacto frío.
__Supongo que viene usted a contarme algo de mi hijo, algo que no será bueno, para que usted se moleste en venir hasta aquí.
__Pues le diré, señora, que lo malo o lo bueno es lo que usted me cuente a mí. Como médico me interesan muchos aspectos de la vida de mis pacientes. Pero a su hijo apenas lo he tratado, no ha tenido problemas en los que yo haya intervenido, pero me he dado cuenta de que debía interesarme por él. No sé si su tartamudez ha sido estudiada por algún especialista en neurología, o si ha tenido algún problema con el alcohol que tanto teme. Necesito saber sobre él por si algún día se me requiere y él no pueda explicar lo que le ocurre.

Doña Trinidad se retorcía las manos, apenas le miraba dando muestras de impaciencia. Se sentía acorralada. Tardó en mirar a la cara al doctor y todavía se resistía. Pero la mirada seria del medico la obligó a desvelar su secreto justificándose.
__Todos los males que pueda tener mi hijo se los debe a su padre. A ese maldito hombre que me lo engendró.

Don Hilario percibió la rabia y el odio con que hablaba de su marido. Por un momento dudó que el padre de Diosdado fuese el que todos habían conocido. Temió que se tratase de un extraño.
__Pues cuéntemelo todo desde el principio, es muy necesario.
__Yo estaba casada, mi hijo Pedro tenía siete años. Y no sé porqué mi marido se enredó con una muchacha, hija de unos caseros que teníamos en el campo. Empezó a faltar de casa algunas noches. Un día por la tarde se fue dispuesto a pasar la noche con ella, le llevaba incluso regalos, vi un paquete de la tienda de ropas. Le dije: ¿es que me vas a dejar por esa puta? Me gritó diciéndome que no me metiera en sus cosas y que de todos modos era mejor una puta que una cristiana como yo. Se fue. Yo me acosté, pero no dormía. Mi hijo tampoco dormía y vino junto a mí, asustado, nunca había oído a su padre darme voces.

Pero a la media noche oímos su caballo de regreso. Abrió la puerta con su llave, pero entró tropezando con los muebles. Llegó hasta el dormitorio, me di cuenta de que venía borracho. Se quitó las botas y las tiró a un espejo. Yo salté de la cama y me puse detrás de un sillón, pero él ya venía dispuesto. Se quitó la ropa a manotazos, desgarrando donde se le resistía, se quedó desnudo y así vino a agarrarme por el cuello diciendo:
__¿Creías que te iba a dejar por una puta? Pues no señora cristiana, Aquí está tu marido. Me estás esperando, ¿verdad? Pues vamos a la cama.

Yo me resistí como pude, pero no tenía la fuerza de él, que aumentaba con la rabia. Los criados habían acudido y desde la puerta miraban asustados. También mi hijo lo vio. Dejé de resistirme para no violentarlo más, temía que me pegara. No paraba de decir:
__¿Para qué querría yo una puta si tengo aquí otra igual? ¡Igual es una señora que una puta! ¡Igual!.

Pocos días después supe que la muchacha que él buscaba se había fugado aquél día con el novio. No quería seguir con el amo. Pero yo ya me había quedado embarazada. Cuando lo supe aun no se me había pasado el disgusto y dije:
__¡Maldita sea! ¡Mi marido me abandona y encima tengo que parir a este hijo del demonio!

Mi criada, que me oyó, dijo aterrorizada:
__¡No diga eso, señora, que es pecado! ¡Los hijos los manda Dios, aunque sea de esa manera! ¡El alma la pone Dios, Él da los hijos!

Me sentí avergonzada de que una criada me tuviera que regañar de ese modo y más por contentarla que por fe, le dije:
__No sufras por eso, Micaela, sea niño o niña le llamaré Diosdado. Como tú has dicho, “dado por Dios”.

Ella me abrazó llorando. Pero de todos modos creo que la borrachera del padre influyó en que este hijo mío no esté bien. ¿Cómo puede no estar nervioso si yo estaba furiosa? Y así seguí muchos días. Y la cosa no mejoró pues mi marido terminó por irse de casa. Cada vez que me veía pesada por el embarazo, salía refunfuñando. Incluso no estaba cuando di a luz. Todo eso lo lleva Diosdado en su cuerpo: la borrachera, nació con borrachera. Lloraba mucho siempre.

Terminó de hablar Doña Trinidad y se quedó mirando a la ventana. El médico esperó un poco, por si añadía algo, pero no, ya había dicho lo que llevaba dentro y siguió estirada, impenetrable.
__Y su marido ¿como recibió al niño?  
__Mi marido se fue de casa definitivamente en cuanto nació. Recuperó a la moza que le había esquivado. Para él como si no hubiera pasado nada, pero yo me quedé aquí, criando al hijo que me dejó sin marido.
__No fue culpa del niño, bastante sufría él al tener una madre enfurecida. ¿Nunca lo llamó para perdonarle?
__¿Para qué? Ya no tenía remedio.
__Así quedaba claro que usted tenía razón. Ha procurado que se cumpla el castigo, pero no en el culpable sino en el inocente. Usted dijo que su hijo nacería borracho y así lo mantiene. Sin beber por lo que su padre bebió. Y le hizo pagar a sus hijos quitándole el padre porque usted se quedó sin marido. Y su otro hijo también perdió a su padre, también él recibió su castigo.
__Yo no les quité el padre.
__Pero no ha perdonado a nadie.
 Desde ahora yo vigilaré la salud de su hijo ya que usted le ha hecho más daño que bien. Lo mantiene asustado como un niño y el día que usted no pueda mantener su tiranía, ¿quién lo guiará con mano firme?
__Ya he hablado demasiado y usted no tiene ninguna autoridad para llevarme la contraria. Váyase.

Se levantó ella y se internó en la casa dejando que la criada le acompañase a la puerta, donde esta tomó las manos del médico diciéndole:
__Ha sido usted muy valiente. Nadie le ha hablado así.
El médico consideró que esta visita estaba bajo secreto profesional y no le contó todo a Herminia. Un día le diría solo lo necesario para tratar a Diosdado.

....Continuará...

domingo, 9 de marzo de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS. Capítulo 4, 5 y 6



HERMINIA Y LA MODISTA.


Herminia salía sola también por las mañanas. Podía ser que llegara hasta el correo donde echaba alguna carta para unas primas del pueblo de su madre, o a comprar hilos o el periódico. Por último entraba en la cafetería de la plaza donde, en una mesita apartada, se tomaba un café.

Otros días se acercaba a casa de la modista. Era ésta una mujer de corta estatura, que se esforzaba por mirar a la cara de quién le hablase y por frenar la gordura que le amenazaba de siempre. De nombre Palmira, por guasa a sus espaldas la nombraban Palmera. Herminia le ayudaba a cortar pues Palmira, debido a sus cortos brazos, no alcanzaba a dominar la tela extendida en la mesa del taller. También le ayudaba a probar la prenda preparada pues ella a veces no llegaba a arreglar unos hombros o un escote. Palmira le estaba muy agradecida y con frecuencia le pagaba su parte del trabajo.

 Fue una mañana al taller de Palmira que la había llamado para probar un vestido a una clienta. Ya tenía Doña Teresa el vestido puesto en la salita-probador cuando entró Herminia con la almohadilla de alfileres dispuesta a corregir algo en el escote, pero la señora la apartó de sí con determinación diciéndole:
__¡Usted a mí no me toca, que yo soy una mujer decente!
Herminia, primero sorprendida y luego guasona, le contestó:
__¡Por supuesto, señora decente! ¡Pero eso no quita que seamos flores del mismo tronco! Al tiempo señalaba con su mano la entrepierna de la señora, dándole así a entender que compartían “cierta savia”

 La sofocada señora gritó:

__¡Palmera!
Ya venía Palmira con el cuello del traje en cuestión y con contenida indignación dijo:
__¿Qué le ocurre, señora?
__¡Pues que no quiero que me toque esta mujer!
__Entonces terminaré el vestido, parece que está bien, puede quitárselo.
Doña Teresa se mordió los labios, ya no sabía que hacer. Su orgullo, basado en su “decencia”, le impedía ahora llevar el vestido bien terminado.

EL DISCO DE LOS MONJES.

“El Señor es mi Pastor, nada me falta. Me conduce a un verde prado.”

Herminia visitaba a veces la librería. Además de libros escolares, algunos diccionarios y las novelas de último éxito, el librero vendía discos. Un surtido no muy grande, pero allí había algo de música clásica, mucha canción española y algunos de música religiosa, donde la novedad era el disco grabado por el coro de un monasterio de hombres, que a ella le gustó mucho. Los salmos sobre todo le impactaban. Cuando llevó a casa esta pequeña joya, lo puso en su tocadiscos una y otra vez hasta que desentrañó las letras y pudo seguirlo.

A alguno de sus “visitadores” también le gustó. Incluso lo oyeron como fondo de su “actividad”. Después y puesto todavía en ambiente religioso, el de aquél día llegó a decirle:
__¿Sabes qué me gustaría oír contigo?
__¡¡Algo parecido, supongo, por el tono pícaro en que lo dices.
__Pues sí, me gustaría escuchar un sermón, de esos terribles que hablan del infierno, del pecado, de la eternidad. ¿Qué te parece?
__Que a mí también me gustaría. Me acuerdo de una o dos películas que tienen algo así. Terrible. Pues vamos a estar atentos por si se pudieran sacar para el magnetófono. Yo no tengo donde poner películas, pero un disco sí.
Y el compañero, adoptando una voz de predicador exaltado decía: “¡Caerás en el infierno, pecador! ¡No pretendas el Reino de los Cielos mientras bebas o juegues! ¡He visto al demonio muchas veces! ¡Busca a Dios, sin Él  es…tás per...di...do!”, mientras “remataba” la faena que los tenía unidos en el dormitorio.

LA EXTRAÑA VISITA.

Un día se presentó otro hombre del pueblo, conocido, pero que a Herminia le dio casi un soponcio al escucharlo ante su puerta. Porque el hombre éste era tan diferente... Siendo joven, no más de treinta años, era gordo y parecía un niño grande y gordo, pero lo más notable en él era su tartamudez, que le hacía casi imposible pronunciar cinco palabras seguidas. Había estudiado la carrera de Magisterio la cual aprobó gracias a los exámenes escritos. Trabajaba en una academia-cooperativa, por supuesto no daba clases. Su labor era administrativa y ayudaba a corregir exámenes y tareas de casa de los pequeños: un rimero de cuadernos con sumas y restas, cuya exactitud reconocía de una ojeada.

Le acompañaba siempre en sus idas y venidas por la ciudad un criado. Era éste un hombre pequeño y delgado, que como un “pepillo grillo” le acompañaba a la hora de entrar y salir del colegio y sobre todo a cumplir la orden estricta de su madre de que no debía entrar a tomar una copa en ningún sitio. Le tenía su madre inmensamente asustado con la creencia de que el alcohol le volvería loco al momento, y aunque no la creía del todo, nunca se atrevió a comprobarlo.

Herminia se había cruzado con él en la calle algunas veces, pero ella no saludaba nunca a los hombres. Sólo el médico o algún comerciante, o el policía que  vigilaba el parque y la plaza la saludaban con mucho respeto.

Cuando aquella tarde-noche se presentó Diosdado con su acompañante, fue éste el que llamó y habiéndole abierto, DIOSDADO pidió permiso para entrar con tanta dificultad, tanta angustia y trabajo para decir “da su permiso” que Herminia tardó en dominar su espanto y en   invitarle a traspasar la puerta. El criado se marchó diciendo “luego vengo” aunque nadie le dijo a qué hora debía volver.

Cuando le invitaron a sentarse, Diosdado estaba rojo de emoción. Él había oído comentarios y no sabía por donde empezar. Sentada enfrente de él, Herminia le sonreía dulcemente haciendo gran esfuerzo por guardar la calma. Diosdado se removía en el asiento y al fin pudo decir algo, que tuvo que repetir dominando su tartamudez:
__¿Es verdad que tú cantas?
__¿Si yo canto? Sí, a veces canto.
__¿Tú quieres cantarme a mí?
Parecía que se iba a marear o caerse del asiento por el esfuerzo de hacerse entender. Pero él había escuchado algo y añadió con gran dificultad:
__¿Si me quito la camisa, tú me cantas?
__Sí, por supuesto _pudo decir ella después de tragar saliva.
Herminia no sabía quien habría hecho algún comentario para que  él la relacionara con el canto. Diosdado intentó quitarse la camisa pero casi no sabía. Herminia le ayudó. Debajo de la camisa vio la camiseta empapada de sudor. Los brazos fofos, la piel blanca. Con un leve gesto le pidió a Matilde una toalla. Se puso detrás del sofá, le puso la toalla sobre los hombros y con palmaditas suaves le enjugaba. Esto pareció aplacar su nerviosismo y Herminia buscó en su recuerdo una canción apropiada al caso. Dulcemente empezó:
__“En un país de fábula vivía un viejo artista… que en una flauta mágica tenía su  caudal….
Un gemido fue la respuesta. Diosdado apoyó los codos en la mesa y la cara en las manos. Ofrecía la anchura de su espalda a nuevas caricias. Herminia continuó:
__“…Y los pájaros de la selva le venían a despertar…y el viejo flautista tocaba a su vez…”.
Lloraba Diosdado con pequeños estertores. Herminia seguía pasando su mano sobre la toalla.
Un golpecito en la puerta. Abrió Matilde y con gesto de pedir silencio dejó entrar al asustado acompañante, que se sentó en una silla fuera de la vista de Diosdado. Herminia empezó otra canción en tono reposado:
__“Lejos de aquél instante, lejos de aquél lugar, mi corazón amante, siento resucitar…” 
Diosdado ya se había serenado. Herminia retiró la toalla y le ayudó con la camisa.
­­__Me habían dicho que eres muy buena, -logró decir.
__No es nada especial, me gusta cantar un poquito y si quieres ahora podemos tomarnos una copita de vino.
__¡No, no! Gritó casi espantado.
Herminia se dejó caer en su sillón realmente asustada. Se acercó Joaquín el ayudante y poniendo su mano en el hombro de Diosdado, dijo:
__¡No, señorita! ¡Él nunca bebe! Lo tiene prohibido.
__Yo nunca he bebido, no puedo. Lo dice mi madre. Esta vez casi dominó su tartamudez
Matilde acercó unos vasos de agua.
__¿Puedo venir otro día, señorita?
Herminia tardó en responder, por la sorpresa.
__Sí, claro, podéis venir los dos, si quieres que yo cante.
Se le ocurrió añadir:
__Y tú, ¿No cantas?
Agachando la cabeza y tartamudeando contestó:
__No se ría de mí, ¿no ve que no puedo?
__Pues yo creo que sí, lo que pasa es que siempre estás nervioso porque temes que se rían de ti, pero si tú también te ríes, será distinto. Ven otro día, te espero.
Se puso en pié. Entonces Joaquín sacó la cartera de su amo de la chaqueta que ya tenía puesta y dejó en la mesa un billete. Pero Herminia se lo devolvió diciéndole:
__Yo no soy artista, no puedo cobrar por cantarle a un amigo.

Cuando se fueron los hombres, Matilde cerró la puerta y se sentó frente a Herminia, que todavía estaba impresionada.
__¿Qué te ha parecido, Matilde, ese hombre es normal o no?
__Podía ser normal si no fuera por su madre, que lo trata como a un niño. Ya ves que dijo: “No puedo beber, lo dice mi madre”. Se ve que le ha metido ese miedo en el cuerpo.
__¿Tú crees que es sólo eso?
__Pues sí, porque no dice “una vez me sentó mal”. No. No bebe porque su madre le ha metido ese miedo. Yo tengo algo oído y si no, pregúntele al médico si le pasa algo.
__Vamos a acostarnos, Matilde. Yo estoy cansada.
__Yo también. Buenas noches.
Dormía en la cama que en tiempos fue de su madre. Pero para ella la había vestido y adornado con lujo, la colcha de muselina con volantes a juego con los visillos y las faldas del tocador, la silla tapizada de damasco rosa, el espejo ovalado de marco tallado y dorado. En el tocador un peine de carey con borde de plata, dos frascos de perfume con tapón esmerilado, las sábanas de colores pastel… Aquí no entraba nadie. Los hombres sólo conocían la habitación gemela, con los pósters, el tocadiscos, un sillón oscuro… y si alguno había preguntado adónde daba aquella puerta por la que desaparecía para quitarse alguna ropa, contestaba que conservaba la habitación de su madre como la dejó al morir. Así frenaba cualquier curiosidad, aunque era mentira. Su madre durmió en sus últimos años en una habitación del bajo, junto a Matilde, y ella había arreglado el dormitorio de arriba a su gusto.

Aunque apagó la luz, Herminia no dormía. Empezó a preocuparle que hubiera venido aquél hombre que parecía tan inocente, sin saber bien para qué. ¿Quién habría comentado cerca de él los cantos de ella? También recordó al anterior visitante y a otros más. Lo especial que era para algunos. Y lo que ella misma disfrutaba con estas visitas, su puesta en escena y el recuerdo que siempre, siempre, suscitaban en ella. 

... Continuará...