sábado, 22 de marzo de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS. Capítulos 7 a 10


EL MÉDICO.

A la mañana siguiente le apeteció salir por la plaza, aún sentía angustia por la visita de Diosdado. Se paró en la librería y compró un periódico. En la mercería se compró unas medias. Después se sentó en un banco de la plaza. Acertó a pasar por allí don Marcelino, el médico, y como la conocía bien se acercó a saludarla. Presentía algún problema  pues al ver su rostro triste se sentó a su lado. No tardó Herminia en preguntarle.
__¿Qué opina usted de Diosdado, el hijo de Doña Trinidad?
__¡No me digas que ha ido a verte! Su cara expresó suma preocupación.
__Sí, ha venido. No sé como ha podido entender que yo “canto”, pero no se preocupe, no pasó del salón. Lo que sí aún me tiene preocupada es su tartamudez, y otra cosa, al decirle si quería una copita de vino, se espantó y dijo: ¡“Yo no puedo beber, lo dice mi madre”!
__Es mejor que no beba. Por eso tiene a Joaquín a su lado. Su madre teme que se emborrache, pero en realidad no veo el motivo. Tal vez su padre se emborrachaba, aunque murió no hace mucho y yo no le conocí ese vicio. Tú no le fuerces.
__No tengo ningún interés, pero me da la impresión de que está demasiado dominado por su madre, que no le deja crecer como hombre. ¿Sabe usted si tiene hermanos?
__Sí, desde luego, sé que tiene un hermano mayor, casado, que vive en Pardiole. Ahora que hablamos de él, creo que voy a averiguar qué relación tiene Diosdado con su madre. Quizás no sea la adecuada.

Se despidieron.
De allí se fue a  la cafetería donde tomó su tacita de café. Un muchachito cualquiera le trajo un papel doblado en el que se podría leer algo como: “Fernando C. a las 6”, que era como una contraseña y contrato a la vez. Ella lo recogió con discreción aunque cualquiera que lo viera sabía de qué iba. Nadie la molestó.

EL PÁRROCO.

Otra mañana paseando por el jardincillo de la plaza iba ojeando una revista de cine, oyó pasos apresurados a su espalda, pasos de hombre, así que no se volvió, pero el hombre en cuestión dijo:
__¡Herminia!
Y Herminia se paró. Él se le puso delante cortándole el paso pero no se acercó, sino que a distancia empezó a hablarle:
__Herminia. Ya sabes que mañana empieza la Novena de la  Virgen  de los Dolores.
__Pues sí, lo he oído.
Para sorpresa de ella, era el mismísimo cura párroco quién le hablaba, Don Ramiro. Él prosiguió:
__Me gustaría verte por la iglesia participando en el culto.
Herminia escuchaba. Su cara reflejaba máxima atención como cuando un perro levanta las orejas al sentir peligro.
__Tal vez te gustaría participar en el coro que se acaba de formar.
¡Ah, viejo zorro, quieres oírme cantar!- Pensó ella.
__Pues muchas gracias Don Ramiro, claro que iré a la Novena de la Virgen de los Dolores.
__¿Y te apuntarás al coro?
__Don Ramiro, yo de cantar nada. No es mi arte. -Vas demasiado directo, se te nota la intención, siguió pensando Herminia-.

Los ojos del cura reflejaron la decepción o la rabia por no poder entrar en el pensamiento de aquella mujer de quien había oído decir “que cantaba cosas de Iglesia” con los hombres. Herminia bajó los ojos dulcemente mientras se apartaba  y el astuto cura tuvo que seguir su camino sin el éxito esperado.

RECUERDOS DE LA INFANCIA.

 Cuando entró en la cafetería siguió mirando su revista mientras esperaba. Se acercó el camarero con el café y un sobrecito que había dejado allí alguien que no quiso acercarse a ella aporque la vio hablando con el cura.
En la revista de cine aparecían unos fotogramas de una película antigua, paisajes de árboles, unas peñas junto a un río. Esto le trajo a la memoria una excusión que hicieron cuando eran niños, con su madre y otras dos madres y algún hombre que no recordaba si era padre o tío de alguna niña o niño.

En aquella ocasión rememorada, unos cuantos coches se acercaron con la trouppe a un espacio junto al río, que posiblemente era también huerto. El caso es que había árboles frutales entre las peñas. Ella y su amiga Victoria, de unos siete años, vieron frutas caídas y se les ocurrió recogerlas. Le pidieron a una de las madres una bolsa o trapo grande. Como llevaron manteles y algunos cacharros para cocinar, quizá un arroz, les dieron a las niñas un gran trapo. Por el suelo encontraron brevas, moras y ciruelas. Se afanaban en buscar entre las piedras y así recogieron una buena cantidad de frutas, la mayoría inservibles, unas por maduras y otras por verdes o golpeadas, pero ellas estaban felices.

Francisco tenía unos trece años y era un chicarrón. Le encantaba Laurita, de una edad parecida, o los gritos de Laurita, que aunque fuesen  de enfado, el los recibía como de gusto. Este día Laurita tomó un caminillo entre unas peñas por ver un poco más allá. Francisco salió en su busca, la alcanzó y medio derribada sobre una roca se le echó encima, la besuqueó y le levantó la falda pese a los aspavientos de la niña. Insistía en los besos y hasta le dio un mordisco en la mejilla sin dejar de achucharla. Cuando oyó a la madre de Laurita, una mamá como es debido, llamarla pues la había perdido de vista, se levantó y salió corriendo. Y muy listo él, por si Laurita le contaba algo a su madre, se preparó una coartada al instante. Viendo que su hermana tenía un motón de fruta le arrebató el botín y tranquilamente fue junto a su madre diciéndole:
__¡Mira todo lo que he cogido! ¡Hay fruta para todos!
Doña Marina miró a su hijo con dulzura, pensando qué buen hijo tenía. Pero la mirada de odio y rencor de las niñas recolectoras le persiguió todo el día. Para disimular, Francisco se fue a la orilla del río donde sus amigotes trababan de cazar ranas.

Cuando Laurita llegó junto a su madre no pudo explicarle porqué tenía la cara colorada.
No fue la única vez que Francisco se mereció las miradas fulminantes de Herminia, aunque él parecía incombustible. Ya fuera estropearle un tebeo por gusto de oírla chillar, o aquella vez que quiso unas tablitas finas para hacer un avión “que volara”. Lo había oído decir, que con unas maderas finas se recortaban las alas y la cola… y claro, aquella tarde no había maderas en la casa -y no era cuestión de ir al carpintero por ellas-. El estuche de costura de Herminia fue sacrificado en honor del constructor de aviones. Estuvo un rato recortando las tapas, hasta que vinieron los amigos y dijeron que con esa madera nunca volaría su avión…

Pasado aquel paréntesis de relajación la vida continuaba.
Herminia siguió su camino a casa. Cuando pudo abrir el sobrecito se sonrió ampliamente. La visita de la noche se prometía divertida, firmada por “Pepe”. Recordó los gustos especiales de tal persona. Para él lo más divertido era la ropa. Ella debía ponerse un liguero de encaje negro que él había traído y unas medias rojas. Le encantaba acariciarle las piernas sobre la seda y contemplarla diciendo una y otra vez ¡Qué guapa estás! antes de enredar sus piernas peludas a las suaves medias rojas. Se mostraba feliz, juguetón. Incluso le había sugerido dos veces que hiciera instalar un espejo en el techo, como complemento erótico, a lo que Herminia se resistía.

NOTICIAS DE DIOSDADO.

No dejaba de preocuparle la salud mental del visitante tartamudo. Lo comentó con Matilde por si acaso ella podía averiguar algo de las sirvientas de la casa de Doña Trinidad, con las que a veces coincidía en el mercado. Pasaron varios días y Matilde le trajo noticias. Ciertamente le comentó que Doña Trinidad era seca con todo el mundo menos con su hijo mayor, que algunas veces la visitaba. Pero este hijo, llamado Pedro como su padre, no tenía mucha simpatía hacia su madre aunque la visitara con cierta frecuencia.

Le contaron que a su hijo menor, llamado Diosdado, nombre extraño en la familia, lo vigilaba y regañaba como a un niño rebelde, sin aceptar que tenía edad de hombre. Con estos datos que no aportaban casi nada, Herminia quiso hablar con el médico de nuevo.

Una mañana procuró acercarse al ambulatorio para estar alerta por si el doctor salía. Así ocurrió. Herminia le dijo que quería hablar con él, pero como era de otra persona, no había querido entretenerlo en la consulta. El doctor entendió y la acompañó a la cafetería donde pidieron sendos cafés. Sentada enfrente de él, en voz muy baja, le suplicó que averiguase qué pasaba con Diosdado y si se le podía ayudar. Si volvía, quería saber cómo tratarlo. El doctor también se había interesado y un día avisó a la madre de Diosdado que quería hacerle una visita.

La casa de esta familia es hermosa, está casi a la salida del pueblo y tiene un buen huerto con algunos naranjos y ciruelos, amén de todas las hortalizas que su criado Lucas consigue hacer crecer. Doña Trinidad se asustó con el anuncio de la visita, ya creía que sus esfuerzos por mantener a su hijo alejado de la bebida habían fracasado. Cuando llegó el médico estaba nerviosa, sentada en un sillón de mimbre con respaldo alto, cerca de una ventana que daba a la calle. Los visillos apenas dejaban pasar la luz de la tarde. Un vestido negro la cubría haciéndole parecer aún más delgada y eso que no estaba sobrada de carnes. El cabello medio cano lo llevaba peinado en un moño alto, tenía la nariz afilada y las mejillas descoloridas. Sin levantarse tendió una mano a Don Hilario, que notó su contacto frío.
__Supongo que viene usted a contarme algo de mi hijo, algo que no será bueno, para que usted se moleste en venir hasta aquí.
__Pues le diré, señora, que lo malo o lo bueno es lo que usted me cuente a mí. Como médico me interesan muchos aspectos de la vida de mis pacientes. Pero a su hijo apenas lo he tratado, no ha tenido problemas en los que yo haya intervenido, pero me he dado cuenta de que debía interesarme por él. No sé si su tartamudez ha sido estudiada por algún especialista en neurología, o si ha tenido algún problema con el alcohol que tanto teme. Necesito saber sobre él por si algún día se me requiere y él no pueda explicar lo que le ocurre.

Doña Trinidad se retorcía las manos, apenas le miraba dando muestras de impaciencia. Se sentía acorralada. Tardó en mirar a la cara al doctor y todavía se resistía. Pero la mirada seria del medico la obligó a desvelar su secreto justificándose.
__Todos los males que pueda tener mi hijo se los debe a su padre. A ese maldito hombre que me lo engendró.

Don Hilario percibió la rabia y el odio con que hablaba de su marido. Por un momento dudó que el padre de Diosdado fuese el que todos habían conocido. Temió que se tratase de un extraño.
__Pues cuéntemelo todo desde el principio, es muy necesario.
__Yo estaba casada, mi hijo Pedro tenía siete años. Y no sé porqué mi marido se enredó con una muchacha, hija de unos caseros que teníamos en el campo. Empezó a faltar de casa algunas noches. Un día por la tarde se fue dispuesto a pasar la noche con ella, le llevaba incluso regalos, vi un paquete de la tienda de ropas. Le dije: ¿es que me vas a dejar por esa puta? Me gritó diciéndome que no me metiera en sus cosas y que de todos modos era mejor una puta que una cristiana como yo. Se fue. Yo me acosté, pero no dormía. Mi hijo tampoco dormía y vino junto a mí, asustado, nunca había oído a su padre darme voces.

Pero a la media noche oímos su caballo de regreso. Abrió la puerta con su llave, pero entró tropezando con los muebles. Llegó hasta el dormitorio, me di cuenta de que venía borracho. Se quitó las botas y las tiró a un espejo. Yo salté de la cama y me puse detrás de un sillón, pero él ya venía dispuesto. Se quitó la ropa a manotazos, desgarrando donde se le resistía, se quedó desnudo y así vino a agarrarme por el cuello diciendo:
__¿Creías que te iba a dejar por una puta? Pues no señora cristiana, Aquí está tu marido. Me estás esperando, ¿verdad? Pues vamos a la cama.

Yo me resistí como pude, pero no tenía la fuerza de él, que aumentaba con la rabia. Los criados habían acudido y desde la puerta miraban asustados. También mi hijo lo vio. Dejé de resistirme para no violentarlo más, temía que me pegara. No paraba de decir:
__¿Para qué querría yo una puta si tengo aquí otra igual? ¡Igual es una señora que una puta! ¡Igual!.

Pocos días después supe que la muchacha que él buscaba se había fugado aquél día con el novio. No quería seguir con el amo. Pero yo ya me había quedado embarazada. Cuando lo supe aun no se me había pasado el disgusto y dije:
__¡Maldita sea! ¡Mi marido me abandona y encima tengo que parir a este hijo del demonio!

Mi criada, que me oyó, dijo aterrorizada:
__¡No diga eso, señora, que es pecado! ¡Los hijos los manda Dios, aunque sea de esa manera! ¡El alma la pone Dios, Él da los hijos!

Me sentí avergonzada de que una criada me tuviera que regañar de ese modo y más por contentarla que por fe, le dije:
__No sufras por eso, Micaela, sea niño o niña le llamaré Diosdado. Como tú has dicho, “dado por Dios”.

Ella me abrazó llorando. Pero de todos modos creo que la borrachera del padre influyó en que este hijo mío no esté bien. ¿Cómo puede no estar nervioso si yo estaba furiosa? Y así seguí muchos días. Y la cosa no mejoró pues mi marido terminó por irse de casa. Cada vez que me veía pesada por el embarazo, salía refunfuñando. Incluso no estaba cuando di a luz. Todo eso lo lleva Diosdado en su cuerpo: la borrachera, nació con borrachera. Lloraba mucho siempre.

Terminó de hablar Doña Trinidad y se quedó mirando a la ventana. El médico esperó un poco, por si añadía algo, pero no, ya había dicho lo que llevaba dentro y siguió estirada, impenetrable.
__Y su marido ¿como recibió al niño?  
__Mi marido se fue de casa definitivamente en cuanto nació. Recuperó a la moza que le había esquivado. Para él como si no hubiera pasado nada, pero yo me quedé aquí, criando al hijo que me dejó sin marido.
__No fue culpa del niño, bastante sufría él al tener una madre enfurecida. ¿Nunca lo llamó para perdonarle?
__¿Para qué? Ya no tenía remedio.
__Así quedaba claro que usted tenía razón. Ha procurado que se cumpla el castigo, pero no en el culpable sino en el inocente. Usted dijo que su hijo nacería borracho y así lo mantiene. Sin beber por lo que su padre bebió. Y le hizo pagar a sus hijos quitándole el padre porque usted se quedó sin marido. Y su otro hijo también perdió a su padre, también él recibió su castigo.
__Yo no les quité el padre.
__Pero no ha perdonado a nadie.
 Desde ahora yo vigilaré la salud de su hijo ya que usted le ha hecho más daño que bien. Lo mantiene asustado como un niño y el día que usted no pueda mantener su tiranía, ¿quién lo guiará con mano firme?
__Ya he hablado demasiado y usted no tiene ninguna autoridad para llevarme la contraria. Váyase.

Se levantó ella y se internó en la casa dejando que la criada le acompañase a la puerta, donde esta tomó las manos del médico diciéndole:
__Ha sido usted muy valiente. Nadie le ha hablado así.
El médico consideró que esta visita estaba bajo secreto profesional y no le contó todo a Herminia. Un día le diría solo lo necesario para tratar a Diosdado.

....Continuará...

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