domingo, 9 de marzo de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS. Capítulo 4, 5 y 6



HERMINIA Y LA MODISTA.


Herminia salía sola también por las mañanas. Podía ser que llegara hasta el correo donde echaba alguna carta para unas primas del pueblo de su madre, o a comprar hilos o el periódico. Por último entraba en la cafetería de la plaza donde, en una mesita apartada, se tomaba un café.

Otros días se acercaba a casa de la modista. Era ésta una mujer de corta estatura, que se esforzaba por mirar a la cara de quién le hablase y por frenar la gordura que le amenazaba de siempre. De nombre Palmira, por guasa a sus espaldas la nombraban Palmera. Herminia le ayudaba a cortar pues Palmira, debido a sus cortos brazos, no alcanzaba a dominar la tela extendida en la mesa del taller. También le ayudaba a probar la prenda preparada pues ella a veces no llegaba a arreglar unos hombros o un escote. Palmira le estaba muy agradecida y con frecuencia le pagaba su parte del trabajo.

 Fue una mañana al taller de Palmira que la había llamado para probar un vestido a una clienta. Ya tenía Doña Teresa el vestido puesto en la salita-probador cuando entró Herminia con la almohadilla de alfileres dispuesta a corregir algo en el escote, pero la señora la apartó de sí con determinación diciéndole:
__¡Usted a mí no me toca, que yo soy una mujer decente!
Herminia, primero sorprendida y luego guasona, le contestó:
__¡Por supuesto, señora decente! ¡Pero eso no quita que seamos flores del mismo tronco! Al tiempo señalaba con su mano la entrepierna de la señora, dándole así a entender que compartían “cierta savia”

 La sofocada señora gritó:

__¡Palmera!
Ya venía Palmira con el cuello del traje en cuestión y con contenida indignación dijo:
__¿Qué le ocurre, señora?
__¡Pues que no quiero que me toque esta mujer!
__Entonces terminaré el vestido, parece que está bien, puede quitárselo.
Doña Teresa se mordió los labios, ya no sabía que hacer. Su orgullo, basado en su “decencia”, le impedía ahora llevar el vestido bien terminado.

EL DISCO DE LOS MONJES.

“El Señor es mi Pastor, nada me falta. Me conduce a un verde prado.”

Herminia visitaba a veces la librería. Además de libros escolares, algunos diccionarios y las novelas de último éxito, el librero vendía discos. Un surtido no muy grande, pero allí había algo de música clásica, mucha canción española y algunos de música religiosa, donde la novedad era el disco grabado por el coro de un monasterio de hombres, que a ella le gustó mucho. Los salmos sobre todo le impactaban. Cuando llevó a casa esta pequeña joya, lo puso en su tocadiscos una y otra vez hasta que desentrañó las letras y pudo seguirlo.

A alguno de sus “visitadores” también le gustó. Incluso lo oyeron como fondo de su “actividad”. Después y puesto todavía en ambiente religioso, el de aquél día llegó a decirle:
__¿Sabes qué me gustaría oír contigo?
__¡¡Algo parecido, supongo, por el tono pícaro en que lo dices.
__Pues sí, me gustaría escuchar un sermón, de esos terribles que hablan del infierno, del pecado, de la eternidad. ¿Qué te parece?
__Que a mí también me gustaría. Me acuerdo de una o dos películas que tienen algo así. Terrible. Pues vamos a estar atentos por si se pudieran sacar para el magnetófono. Yo no tengo donde poner películas, pero un disco sí.
Y el compañero, adoptando una voz de predicador exaltado decía: “¡Caerás en el infierno, pecador! ¡No pretendas el Reino de los Cielos mientras bebas o juegues! ¡He visto al demonio muchas veces! ¡Busca a Dios, sin Él  es…tás per...di...do!”, mientras “remataba” la faena que los tenía unidos en el dormitorio.

LA EXTRAÑA VISITA.

Un día se presentó otro hombre del pueblo, conocido, pero que a Herminia le dio casi un soponcio al escucharlo ante su puerta. Porque el hombre éste era tan diferente... Siendo joven, no más de treinta años, era gordo y parecía un niño grande y gordo, pero lo más notable en él era su tartamudez, que le hacía casi imposible pronunciar cinco palabras seguidas. Había estudiado la carrera de Magisterio la cual aprobó gracias a los exámenes escritos. Trabajaba en una academia-cooperativa, por supuesto no daba clases. Su labor era administrativa y ayudaba a corregir exámenes y tareas de casa de los pequeños: un rimero de cuadernos con sumas y restas, cuya exactitud reconocía de una ojeada.

Le acompañaba siempre en sus idas y venidas por la ciudad un criado. Era éste un hombre pequeño y delgado, que como un “pepillo grillo” le acompañaba a la hora de entrar y salir del colegio y sobre todo a cumplir la orden estricta de su madre de que no debía entrar a tomar una copa en ningún sitio. Le tenía su madre inmensamente asustado con la creencia de que el alcohol le volvería loco al momento, y aunque no la creía del todo, nunca se atrevió a comprobarlo.

Herminia se había cruzado con él en la calle algunas veces, pero ella no saludaba nunca a los hombres. Sólo el médico o algún comerciante, o el policía que  vigilaba el parque y la plaza la saludaban con mucho respeto.

Cuando aquella tarde-noche se presentó Diosdado con su acompañante, fue éste el que llamó y habiéndole abierto, DIOSDADO pidió permiso para entrar con tanta dificultad, tanta angustia y trabajo para decir “da su permiso” que Herminia tardó en dominar su espanto y en   invitarle a traspasar la puerta. El criado se marchó diciendo “luego vengo” aunque nadie le dijo a qué hora debía volver.

Cuando le invitaron a sentarse, Diosdado estaba rojo de emoción. Él había oído comentarios y no sabía por donde empezar. Sentada enfrente de él, Herminia le sonreía dulcemente haciendo gran esfuerzo por guardar la calma. Diosdado se removía en el asiento y al fin pudo decir algo, que tuvo que repetir dominando su tartamudez:
__¿Es verdad que tú cantas?
__¿Si yo canto? Sí, a veces canto.
__¿Tú quieres cantarme a mí?
Parecía que se iba a marear o caerse del asiento por el esfuerzo de hacerse entender. Pero él había escuchado algo y añadió con gran dificultad:
__¿Si me quito la camisa, tú me cantas?
__Sí, por supuesto _pudo decir ella después de tragar saliva.
Herminia no sabía quien habría hecho algún comentario para que  él la relacionara con el canto. Diosdado intentó quitarse la camisa pero casi no sabía. Herminia le ayudó. Debajo de la camisa vio la camiseta empapada de sudor. Los brazos fofos, la piel blanca. Con un leve gesto le pidió a Matilde una toalla. Se puso detrás del sofá, le puso la toalla sobre los hombros y con palmaditas suaves le enjugaba. Esto pareció aplacar su nerviosismo y Herminia buscó en su recuerdo una canción apropiada al caso. Dulcemente empezó:
__“En un país de fábula vivía un viejo artista… que en una flauta mágica tenía su  caudal….
Un gemido fue la respuesta. Diosdado apoyó los codos en la mesa y la cara en las manos. Ofrecía la anchura de su espalda a nuevas caricias. Herminia continuó:
__“…Y los pájaros de la selva le venían a despertar…y el viejo flautista tocaba a su vez…”.
Lloraba Diosdado con pequeños estertores. Herminia seguía pasando su mano sobre la toalla.
Un golpecito en la puerta. Abrió Matilde y con gesto de pedir silencio dejó entrar al asustado acompañante, que se sentó en una silla fuera de la vista de Diosdado. Herminia empezó otra canción en tono reposado:
__“Lejos de aquél instante, lejos de aquél lugar, mi corazón amante, siento resucitar…” 
Diosdado ya se había serenado. Herminia retiró la toalla y le ayudó con la camisa.
­­__Me habían dicho que eres muy buena, -logró decir.
__No es nada especial, me gusta cantar un poquito y si quieres ahora podemos tomarnos una copita de vino.
__¡No, no! Gritó casi espantado.
Herminia se dejó caer en su sillón realmente asustada. Se acercó Joaquín el ayudante y poniendo su mano en el hombro de Diosdado, dijo:
__¡No, señorita! ¡Él nunca bebe! Lo tiene prohibido.
__Yo nunca he bebido, no puedo. Lo dice mi madre. Esta vez casi dominó su tartamudez
Matilde acercó unos vasos de agua.
__¿Puedo venir otro día, señorita?
Herminia tardó en responder, por la sorpresa.
__Sí, claro, podéis venir los dos, si quieres que yo cante.
Se le ocurrió añadir:
__Y tú, ¿No cantas?
Agachando la cabeza y tartamudeando contestó:
__No se ría de mí, ¿no ve que no puedo?
__Pues yo creo que sí, lo que pasa es que siempre estás nervioso porque temes que se rían de ti, pero si tú también te ríes, será distinto. Ven otro día, te espero.
Se puso en pié. Entonces Joaquín sacó la cartera de su amo de la chaqueta que ya tenía puesta y dejó en la mesa un billete. Pero Herminia se lo devolvió diciéndole:
__Yo no soy artista, no puedo cobrar por cantarle a un amigo.

Cuando se fueron los hombres, Matilde cerró la puerta y se sentó frente a Herminia, que todavía estaba impresionada.
__¿Qué te ha parecido, Matilde, ese hombre es normal o no?
__Podía ser normal si no fuera por su madre, que lo trata como a un niño. Ya ves que dijo: “No puedo beber, lo dice mi madre”. Se ve que le ha metido ese miedo en el cuerpo.
__¿Tú crees que es sólo eso?
__Pues sí, porque no dice “una vez me sentó mal”. No. No bebe porque su madre le ha metido ese miedo. Yo tengo algo oído y si no, pregúntele al médico si le pasa algo.
__Vamos a acostarnos, Matilde. Yo estoy cansada.
__Yo también. Buenas noches.
Dormía en la cama que en tiempos fue de su madre. Pero para ella la había vestido y adornado con lujo, la colcha de muselina con volantes a juego con los visillos y las faldas del tocador, la silla tapizada de damasco rosa, el espejo ovalado de marco tallado y dorado. En el tocador un peine de carey con borde de plata, dos frascos de perfume con tapón esmerilado, las sábanas de colores pastel… Aquí no entraba nadie. Los hombres sólo conocían la habitación gemela, con los pósters, el tocadiscos, un sillón oscuro… y si alguno había preguntado adónde daba aquella puerta por la que desaparecía para quitarse alguna ropa, contestaba que conservaba la habitación de su madre como la dejó al morir. Así frenaba cualquier curiosidad, aunque era mentira. Su madre durmió en sus últimos años en una habitación del bajo, junto a Matilde, y ella había arreglado el dormitorio de arriba a su gusto.

Aunque apagó la luz, Herminia no dormía. Empezó a preocuparle que hubiera venido aquél hombre que parecía tan inocente, sin saber bien para qué. ¿Quién habría comentado cerca de él los cantos de ella? También recordó al anterior visitante y a otros más. Lo especial que era para algunos. Y lo que ella misma disfrutaba con estas visitas, su puesta en escena y el recuerdo que siempre, siempre, suscitaban en ella. 

... Continuará...

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