HERMINIA
Y LA MODISTA.
Herminia salía sola
también por las mañanas. Podía ser que llegara hasta el correo donde echaba
alguna carta para unas primas del pueblo de su madre, o a comprar hilos o el
periódico. Por último entraba en la cafetería de la plaza donde, en una mesita
apartada, se tomaba un café.
Otros días se acercaba
a casa de la modista. Era ésta una mujer de corta estatura, que se esforzaba
por mirar a la cara de quién le hablase y por frenar la gordura que le
amenazaba de siempre. De nombre Palmira, por guasa a sus espaldas la nombraban
Palmera. Herminia le ayudaba a cortar pues Palmira, debido a sus cortos brazos,
no alcanzaba a dominar la tela extendida en la mesa del taller. También le
ayudaba a probar la prenda preparada pues ella a veces no llegaba a arreglar
unos hombros o un escote. Palmira le estaba muy agradecida y con frecuencia le
pagaba su parte del trabajo.
Fue una mañana al taller de Palmira que
la había llamado para probar un vestido a una clienta. Ya tenía Doña Teresa el
vestido puesto en la salita-probador cuando entró Herminia con la almohadilla
de alfileres dispuesta a corregir algo en el escote, pero la señora la apartó
de sí con determinación diciéndole:
__¡Usted a mí no me
toca, que yo soy una mujer decente!
Herminia, primero
sorprendida y luego guasona, le contestó:
__¡Por supuesto,
señora decente! ¡Pero eso no quita que seamos flores del mismo tronco! Al
tiempo señalaba con su mano la entrepierna de la señora, dándole así a entender
que compartían “cierta savia”
La sofocada señora gritó:
__¡Palmera!
Ya venía Palmira con
el cuello del traje en cuestión y con contenida indignación dijo:
__¿Qué le ocurre,
señora?
__¡Pues que no quiero
que me toque esta mujer!
__Entonces terminaré
el vestido, parece que está bien, puede quitárselo.
Doña Teresa se mordió
los labios, ya no sabía que hacer. Su orgullo, basado en su “decencia”, le
impedía ahora llevar el vestido bien terminado.
EL DISCO DE LOS MONJES.
“El Señor es mi
Pastor, nada me falta. Me conduce a un verde prado.”
Herminia visitaba a
veces la librería. Además de libros escolares, algunos diccionarios y las
novelas de último éxito, el librero vendía discos. Un surtido no muy grande,
pero allí había algo de música clásica, mucha canción española y algunos de
música religiosa, donde la novedad era el disco grabado por el coro de un monasterio
de hombres, que a ella le gustó mucho. Los salmos sobre todo le impactaban.
Cuando llevó a casa esta pequeña joya, lo puso en su tocadiscos una y otra vez
hasta que desentrañó las letras y pudo seguirlo.
A alguno de sus
“visitadores” también le gustó. Incluso lo oyeron como fondo de su “actividad”.
Después y puesto todavía en ambiente religioso, el de aquél día llegó a
decirle:
__¿Sabes qué me
gustaría oír contigo?
__¡¡Algo parecido,
supongo, por el tono pícaro en que lo dices.
__Pues sí, me gustaría
escuchar un sermón, de esos terribles que hablan del infierno, del pecado, de
la eternidad. ¿Qué te parece?
__Que a mí también me
gustaría. Me acuerdo de una o dos películas que tienen algo así. Terrible. Pues
vamos a estar atentos por si se pudieran sacar para el magnetófono. Yo no tengo
donde poner películas, pero un disco sí.
Y el compañero,
adoptando una voz de predicador exaltado decía: “¡Caerás en el infierno,
pecador! ¡No pretendas el Reino de los Cielos mientras bebas o juegues! ¡He
visto al demonio muchas veces! ¡Busca a Dios, sin Él es…tás per...di...do!”, mientras “remataba” la faena que los
tenía unidos en el dormitorio.
LA EXTRAÑA VISITA.
Un día se presentó
otro hombre del pueblo, conocido, pero que a Herminia le dio casi un soponcio
al escucharlo ante su puerta. Porque el hombre éste era tan diferente... Siendo
joven, no más de treinta años, era gordo y parecía un niño grande y gordo, pero
lo más notable en él era su tartamudez, que le hacía casi imposible pronunciar
cinco palabras seguidas. Había estudiado la carrera de Magisterio la cual
aprobó gracias a los exámenes escritos. Trabajaba en una academia-cooperativa,
por supuesto no daba clases. Su labor era administrativa y ayudaba a corregir
exámenes y tareas de casa de los pequeños: un rimero de cuadernos con sumas y
restas, cuya exactitud reconocía de una ojeada.
Le acompañaba siempre
en sus idas y venidas por la ciudad un criado. Era éste un hombre pequeño y
delgado, que como un “pepillo grillo” le acompañaba a la hora de entrar y salir
del colegio y sobre todo a cumplir la orden estricta de su madre de que no
debía entrar a tomar una copa en ningún sitio. Le tenía su madre inmensamente
asustado con la creencia de que el alcohol le volvería loco al momento, y
aunque no la creía del todo, nunca se atrevió a comprobarlo.
Herminia se había
cruzado con él en la calle algunas veces, pero ella no saludaba nunca a los
hombres. Sólo el médico o algún comerciante, o el policía que vigilaba el parque y la plaza la
saludaban con mucho respeto.
Cuando aquella
tarde-noche se presentó Diosdado con su acompañante, fue éste el que llamó y
habiéndole abierto, DIOSDADO pidió permiso para entrar con tanta dificultad,
tanta angustia y trabajo para decir “da su permiso” que Herminia tardó en dominar
su espanto y en invitarle a
traspasar la puerta. El criado se marchó diciendo “luego vengo” aunque nadie le
dijo a qué hora debía volver.
Cuando le invitaron a
sentarse, Diosdado estaba rojo de emoción. Él había oído comentarios y no sabía
por donde empezar. Sentada enfrente de él, Herminia le sonreía dulcemente
haciendo gran esfuerzo por guardar la calma. Diosdado se removía en el asiento
y al fin pudo decir algo, que tuvo que repetir dominando su tartamudez:
__¿Es verdad que tú
cantas?
__¿Si yo canto? Sí, a
veces canto.
__¿Tú quieres cantarme
a mí?
Parecía que se iba a
marear o caerse del asiento por el esfuerzo de hacerse entender. Pero él había
escuchado algo y añadió con gran dificultad:
__¿Si me quito la
camisa, tú me cantas?
__Sí, por supuesto _pudo
decir ella después de tragar saliva.
Herminia no sabía
quien habría hecho algún comentario para que él la relacionara con el canto. Diosdado intentó quitarse la
camisa pero casi no sabía. Herminia le ayudó. Debajo de la camisa vio la
camiseta empapada de sudor. Los brazos fofos, la piel blanca. Con un leve gesto
le pidió a Matilde una toalla. Se puso detrás del sofá, le puso la toalla sobre
los hombros y con palmaditas suaves le enjugaba. Esto pareció aplacar su
nerviosismo y Herminia buscó en su recuerdo una canción apropiada al caso.
Dulcemente empezó:
__“En un país de
fábula vivía un viejo artista… que en una flauta mágica tenía su caudal….
Un gemido fue la
respuesta. Diosdado apoyó los codos en la mesa y la cara en las manos. Ofrecía
la anchura de su espalda a nuevas caricias. Herminia continuó:
__“…Y los pájaros de
la selva le venían a despertar…y el viejo flautista tocaba a su vez…”.
Lloraba
Diosdado con pequeños estertores. Herminia seguía pasando su mano sobre la
toalla.
Un
golpecito en la puerta. Abrió Matilde y con gesto de pedir silencio dejó entrar
al asustado acompañante, que se sentó en una silla fuera de la vista de
Diosdado. Herminia empezó otra canción en tono reposado:
__“Lejos de aquél
instante, lejos de aquél lugar, mi corazón amante, siento resucitar…”
Diosdado ya se había
serenado. Herminia retiró la toalla y le ayudó con la camisa.
__Me habían dicho
que eres muy buena, -logró decir.
__No es nada especial,
me gusta cantar un poquito y si quieres ahora podemos tomarnos una copita de
vino.
__¡No, no! Gritó casi
espantado.
Herminia se dejó caer
en su sillón realmente asustada. Se acercó Joaquín el ayudante y poniendo su
mano en el hombro de Diosdado, dijo:
__¡No, señorita! ¡Él
nunca bebe! Lo tiene prohibido.
__Yo nunca he bebido,
no puedo. Lo dice mi madre. Esta vez casi dominó su tartamudez
Matilde acercó unos
vasos de agua.
__¿Puedo venir otro
día, señorita?
Herminia tardó en
responder, por la sorpresa.
__Sí, claro, podéis
venir los dos, si quieres que yo cante.
Se le ocurrió añadir:
__Y tú, ¿No cantas?
Agachando la cabeza y
tartamudeando contestó:
__No se ría de mí, ¿no
ve que no puedo?
__Pues yo creo que sí,
lo que pasa es que siempre estás nervioso porque temes que se rían de ti, pero
si tú también te ríes, será distinto. Ven otro día, te espero.
Se puso en pié.
Entonces Joaquín sacó la cartera de su amo de la chaqueta que ya tenía puesta y
dejó en la mesa un billete. Pero Herminia se lo devolvió diciéndole:
__Yo no soy artista,
no puedo cobrar por cantarle a un amigo.
Cuando se fueron los
hombres, Matilde cerró la puerta y se sentó frente a Herminia, que todavía
estaba impresionada.
__¿Qué te ha parecido,
Matilde, ese hombre es normal o no?
__Podía ser normal si
no fuera por su madre, que lo trata como a un niño. Ya ves que dijo: “No puedo
beber, lo dice mi madre”. Se ve que le ha metido ese miedo en el cuerpo.
__¿Tú crees que es sólo
eso?
__Pues sí, porque no
dice “una vez me sentó mal”. No. No bebe porque su madre le ha metido ese
miedo. Yo tengo algo oído y si no, pregúntele al médico si le pasa algo.
__Vamos a acostarnos,
Matilde. Yo estoy cansada.
__Yo también. Buenas
noches.
Dormía en la cama que
en tiempos fue de su madre. Pero para ella la había vestido y adornado con
lujo, la colcha de muselina con volantes a juego con los visillos y las faldas
del tocador, la silla tapizada de damasco rosa, el espejo ovalado de marco
tallado y dorado. En el tocador un peine de carey con borde de plata, dos
frascos de perfume con tapón esmerilado, las sábanas de colores pastel… Aquí no
entraba nadie. Los hombres sólo conocían la habitación gemela, con los pósters,
el tocadiscos, un sillón oscuro… y si alguno había preguntado adónde daba
aquella puerta por la que desaparecía para quitarse alguna ropa, contestaba que
conservaba la habitación de su madre como la dejó al morir. Así frenaba
cualquier curiosidad, aunque era mentira. Su madre durmió en sus últimos años
en una habitación del bajo, junto a Matilde, y ella había arreglado el
dormitorio de arriba a su gusto.
Aunque apagó la luz,
Herminia no dormía. Empezó a preocuparle que hubiera venido aquél hombre que
parecía tan inocente, sin saber bien para qué. ¿Quién habría comentado cerca de
él los cantos de ella? También recordó al anterior visitante y a otros más. Lo
especial que era para algunos. Y lo que ella misma disfrutaba con estas
visitas, su puesta en escena y el recuerdo que siempre, siempre, suscitaban en
ella.
... Continuará...
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