lunes, 24 de febrero de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS. Capítulo 3.


LA NOVENA DE DIFUNTOS

Llegó el día en el que la madre de Herminia se cansó de vivir, por eso dejó de comer, de hablar, de pensar y por último, se olvidó de respirar. Esto fue lo que hizo ver a su hija y a Matilde que no quería nada de este mundo, ni el aire. Herminia y Matilde intentaron hacerla desistir de su empeño por abandonar este mundo, pero no fue posible. No les quedó más remedio que respetar su decisión después de algunos intentos del médico por disuadirla. Murió dulcemente. Después de una reunión apresurada de los hermanos, se procedió a su entierro junto al que fue su esposo.

 Dos días después, por la tarde, estaban Herminia y Matilde arreglando el cuarto de la difunta, vaciando armarios y revisando documentos, cuando llamaron a la puerta. Salió Matilde a abrir y se hizo a un lado para que pasaran, pues las que habían llamado estaban decididas a entrar. Eran cuatro señoras a las que Herminia conocía de verlas alguna vez en la iglesia, así que se acercó a recibirlas.

La que parecía mayor, de rostro afilado, pelo teñido de negro y negra la ropa, con tono halagador empezó a decir:
__¡Cuánto hemos sentido a tu madre!
__Sí, ya la echábamos de menos en la iglesia, éramos muy amigas.
Con tono que quería ser convincente añadió otra:
__Sí, niña. Ha sido una pena,  porque tu madre no era tan mayor ¿verdad?
__Pasen, pasen ustedes y siéntense.
__Es que no sabemos si has organizado la novena.

Cómo Herminia miraba a una y otra sin entender todavía, doña Gertrudis añadió:
__Bueno, ya sabes, la novena que se dedica a los difuntos mientras se espera a celebrar el funeral.

Herminia no sabía qué contestar pues en su mente bullían unas preguntas, por ejemplo: ¿Cómo dicen que son amigas de mi madre si nunca vinieron a verla? ¿Quiénes son estas que llegan sin avisar siquiera? ¿Qué es eso de la novena?
Y de entrada no le gustó ninguna de ellas: la del pelo negro, flaca y oliendo a naftalina; la gorda, con papada y un buen escote con una cadena de oro y una medalla como un pan; ni las otras dos señoras que parecían hermanas, con el pelo estirado hasta formar un pequeño moño en la nuca, vestidos de cuadritos que acusaban años de uso y zapatos de hombre. A Herminia en cambio le llamó la atención de éstas el cutis fino, casi transparente, y las manos delgadas.

Volvió a hablar la mayorala:
__Bueno, ¿No nos dices nada? ¿Podemos venir o no?
Herminia había mirado a Matilde que le hacía señas de que aceptase.
__Pues sí. Si ustedes quieren. -Aunque para quitarles las ganas, si ello hubiera sido posible, añadió-: pero yo no sé nada de esto. Nunca he ido a una novena así. ¿Es en la iglesia?
Un poco sulfurada de tanta ignorancia, la enlutada se aplicó a explicarle:
__No, niña. Es que acudimos a la casa del difunto a rezar el rosario y otras oraciones durante nueve días. Se pone un retrato del fallecido y una vela.
Herminia volvió a mirar a Matilde, que asentía.
__Pues sí, señoras. Pueden ustedes venir cuando quieran.
__¿Te viene bien mañana a las seis? De aquí nos iríamos a la iglesia, a la misa de siete.
__Sí, por supuesto.
__¿Vendría tu hermana? Porque en su casa no van a hacer  la novena, ya nos hemos enterado.
__Pues se lo diré, a ver si puede.
__Sí. Eso. A ver si puede.
El retintín con que dijo esto pareció el resonar de una campana.
__Pues nos vamos. ¿Verdad, doña Gertrudis?
__Sí, sí. Nos vamos.
__Así que usted es doña Gertrudis y…
__¡Ah! Es verdad, que no las he presentado. Aquí ésta es Ignacia Meléndez -era la gorda- y esas son las hermanas Pulido, Encarna y Asunción.
__Mucho gusto de conocerlas a todas.
__Mañana vendrá mi hijo. -Lo dijo como quién anuncia un premio-.

A Herminia le costó no poco trabajo convencer a su hermana de que debía venir para aquél homenaje a su madre, porque ya estaban enteradas las cuatro beatísimas de que ella no lo había organizado en casa de su suegra. Las noticias corren como el humo. También llamó a su cuñada, que lo consultó con su marido, para ver quién se ocupaba de los niños mientras ella estaba fuera de casa. Así que Francisco se sacrificó por su madre después de muerta quedándose con sus propios hijos.
Herminia buscó un retrato de su madre. Había muy pocos pero al fin encontraron uno que se podía ampliar y así lo pusieron en un marco de cristal con pie y buscaron una palmatoria para la vela.
 Herminia no había pensado ponerse luto, pero Matilde la convenció para que se buscara alguna ropa negra para la novena y el funeral.

Mientras buscaban la foto, Matilde le explicó la costumbre de la novena: rezar por el difunto en su propia casa, pues se supone que a veces el espíritu se queda apegado a la tierra sin saber emprender el camino al Más Allá. Con las oraciones se les ayuda. Y en el más acá, eso de ir a rezar por un difunto es una excusa buenísima y santísima para salir de casa y darse un paseo. Y si además en la casa sirven luego un té con pastas, “tutti contenti”.

Al día siguiente se presentaron las cuatro cariátides a las seis en punto. Ya estaba la mesita de mármol rodeada de sillas y, encima del piano, la foto y la vela que Matilde encendió. La troupe traía un apéndice: el anunciado hijo de doña Gertrudis, un hombre que no se presentó a Herminia, de unos cuarenta años, muy peinado, vestido de luto, el color de la cara amarillento, y la nariz igual que su madre. Se sentó un poco aparte de las mujeres.

La gorda, de buen tono de voz -a Herminia le pareció que era cantante, o así había visto ella a alguna- dirigía el rosario. Las hermanas Pulido hoy traían unos vestidos menos antiguos que el día anterior y otros zapatos, quizás los de los domingos. Doña Gertrudis, toda de luto por su marido, incluso traía puesto el velo de la iglesia.

Herminia, con la cabeza baja, seguía el rezo, pero con frecuencia dirigía los ojos a uno y otro lado. La escena le llegó a parecer dantesca con esas cuatro mujeres musitando oraciones que bien podrían ser conjuros. Herminia sorprendió alguna vez al hombre mirándola a ella. Una idea casi la hizo reír. Si de verdad su madre, o sea su espíritu, estaba por la casa ¿no saldría huyendo a otros parajes más apacibles? ¿podrían aquellas oraciones tan mecánicas hacer algo por su ascenso al paraíso? ¿orientarla al cielo? Miró a su hermana, la vio distraída. Calculó qué hubiera pasado de negarse a celebrar la novena en su casa con aquellas mujeres. Hubieran comentado lo descreídas que eran las hijas de Marina.

Cerró los ojos y rogó a su madre, a quién suponía todavía por allí, que le diera paciencia para soportar nueve días esta intromisión en su casa y en su fe. Al mirarlas una vez más, le pareció que las hermanas Pulido sí rezaban con devoción. Tal vez eran las únicas oraciones sinceras. El hijo de la enlutada no se movía apenas, debía estar muy acostumbrado a los rezos.

Cuando terminaron con los últimos “descanse en paz”, Matilde se levantó para preparar el té que ofrecería después. Con el último “amén”, las hermanas Pulido se levantaron para irse.
__¿No se quieren quedar a tomar algo? Dijo Matilde.
__No, señora. Cuando vamos a rezar, es sólo a rezar. Otro día podremos quedarnos.
La gorda miró a la enlutada como pidiéndole opinión, pero ésta estaba guardando su rosario. Elisa dijo que su suegra estaba sola y debía volver a casa. Y su cuñada dijo que sus chicos  tenían que estudiar.

Herminia se levantó a despedirlas  y se dispuso a aguantar el resto de la visita. Entretanto el hombre, que había estado apartado, se acercó a la mesa para el té. Ya Matilde ponía tazas, platillos, un plato con pastas en el centro de la mesa y una tetera de metal que en años no se había usado y ahora se veía deslucida. Lo que las dos rezadoras querían sobre todo era hablar, así que empezó la mayor:
__Y ahora ¿qué vas a hacer?
A Herminia le había pillado mordiendo una pasta y se atragantó. Tosió y tosió, entretanto le dio tiempo a pensar algo. No esperaba una pregunta tan directa y decidió no darle gusto.
__Perdone. ¿Qué ha dicho usted?
__Que qué vas a hacer ahora. Repitió.
Herminia bebió unos sorbos de te y se demoró en hacer la contra pregunta.
__¿Qué respecto a qué?
La enlutada se cortó un poco y al fin dijo:
__Quiero decir, respecto a la casa.
__Respecto a la casa no hay nada que hacer. Es mía. Como había otra contigua que se vendió, mis hermanos lo arreglaron de modo que ésta quedase para mí a cambio de cuidar a mi madre.
__Gertrudis, se nos va a hacer tarde para la Misa de siete. Dijo la gorda.
__Sí, mamá. Desde aquí hay un buen trecho, debemos irnos, añadió el hombre.
Doña Gertrudis tomó la taza de te y bebió dos sorbos.
__Bueno, nos vamos, hijita. Hasta mañana.

Doña Ignacia alcanzó la puerta, detrás doña Gertrudis con su andar dificultoso, y por último se puso en pie su hijo. Este, al pasar junto a Herminia cerca de la puerta, le tomó una mano y se la besó al tiempo que decía:
__Haga lo que haga en el futuro, no deje de salir y adornar la calle con su presencia.
Herminia le miró a los ojos y le sorprendió su mirada de galán de cine.

Al día siguiente se presentaron todos a la hora en punto. Cada uno ocupó el mismo sitio que el día anterior. Ignacia empezó sin dilaciones los rezos. Herminia encontró un rosario de su madre y se  esforzaba en no equivocarse con las cuentas. Del hijo de doña Gertrudis aún no sabía el nombre. Cada uno trataba de rezar con recogimiento, aunque a veces se escapaban las miradas, como las del galán, que un par de veces sorprendió Herminia. Llegó a pensar que estaría bien que su difunta madre se presentara y los espantara a todos. Y por su parte le prometió rezar en otro momento sin distracciones.

Tomaron el té después de los rezos, como estaba previsto. Ya habían comprado una tetera para la ocasión. Herminia percibió que la pregunta del día anterior flotaba en el ambiente. Se compadeció de aquella mujer que creía hacer  el bien y además arrastraba a su único hijo en sus correrías devocionales.
Al terminar el té inició una conversación que quería ser distendida, pero al mismo tiempo queriendo impresionar a Herminia, doña Gertrudis dijo que su hijo estaba preparando unas oposiciones a notario. Mientras doña Gertrudis observaba la reacción  de Herminia, ésta miraba a  Pedro, que tenía una sonrisa complacida. Terminó él su bebida y dejó con cuidado la taza en la mesa. No se habló más.
 La hermana y la cuñada de Herminia tenían siempre prisa por acudir a sus obligaciones. La que dirigía el rosario y las letanías esperaba órdenes de la enlutada, así que ésta se levantó con cierta presteza viendo que nadie seguía su comentario. Salió ella delante y su hijo se demoró para tomar del codo a Herminia, que les seguía a la puerta, para decirle con voz amistosa y reconfortante:
__Ahora no te quedes metida en casa, ya que tu madre no te necesita, debes salir. El mundo espera para conocer tus encantos. Hasta mañana.

Matilde y Herminia se ocuparon de arreglar el cuarto ahora desocupado. Cambiaron colchones y colchas, cortinas, dieron la ropa utilizable a la “canastilla de la Virgen” en la parroquia y cambiaron los cuadros. Había demasiadas estampas de santos. Doña Marina había tenido a la vista a buena parte de la corte celestial. Dejaron una estampa muy buena de la Virgen de Lourdes.

Llegó la tarde del día siguiente. El mismo ritual, las mismas personas, los mismos asientos, encender la vela que se suponía atrae al espíritu de la muerta para que oiga a sus amigos. Herminia ya se estaba acostumbrando.
 Al terminar para marcharse, Pedro se retrasó para hablarle a Herminia al tiempo que la tomaba del brazo.
__¿Has salido hoy? Dijo, con voz afectuosa.
__No, no hemos tenido tiempo, había quehacer aquí.
Sin darse cuenta, le contestaba como disculpándose. Él le sonrió, así que ella pudo ver su dentadura un poco amarillenta.
__¿Quieres que venga un día y hablemos? -dijo en voz baja-.
__Vale -contestó acercándose a la puerta, pues la calle se tragaba ya a las devotas-.

Fue al día siguiente. A las cuatro de la tarde se presentó Pedro. A pesar del calor, venía con su traje negro. Abrió Herminia pues Matilde había salido a reponer la despensa de té y galletas. Herminia le hizo pasar y se sentaron en el salón.
__He venido a verte porque luego no podemos hablar. Mi madre me necesita a su lado.
__Me dijiste algo que no entendí. Que el mundo me espera. ¿Era eso?
__Sí, es un modo de decir que ya ha terminado tu misión en la casa y fuera puedes ser una reina en algún lugar. Ya lo encontrarás. Porque no tienes novio, ¿verdad?
__No. No tengo. Hasta ahora no sé de nadie que se haya interesado por mí. Desde que se casaron mi hermano y mi hermana se disolvió el corrillo de gente joven que nos juntábamos y no quedó nadie que nos visitase.
__Por eso te digo que, aunque tú no lo sepas, tiene que haber alguien deseando conocer tus encantos. 

A Herminia le tintineaban las palabras “tus encantos” y no pudo aplicarlos a ninguna de sus cualidades. ¿Acaso su conocimiento de la música era un “encanto”? ¿Tal vez su cultura matemática, sus estudios? Para aclararse de una vez, dijo:
__¿Cuáles crees tú que son mis encantos? Pues nadie me ha hablado de ello.
Bajando los ojos, Pedro contestó suavemente:
__Te lo puedo explicar mejor, pero no aquí. -lo dijo mientras miraba a la puerta del cuarto de la difunta-.

Herminia pensó que no había que esperar más a saberlo, pues si otro día salía, por ejemplo, al paseo, debía saber lo que se esperaba de ella. Se levantó y lo invitó a seguirla a aquél cuarto recién arreglado.
Lo primero, él se quitó la chaqueta y la dejó en una silla. Luego fue donde ella se había quedado, cerró la puerta suavemente y también suavemente la apoyó en la pared.
__Tú también tienes calor, estarías mejor sin esa falda. ¡Qué bonito pelo tienes! Éste es uno de tus encantos.
Acarició su pelo por detrás de la cabeza y al final le hundió dos dedos en el hueco de la nuca. Con esto ella hizo un movimiento de cabeza, como si se adormeciera. Él, que vigilaba su efecto, lo repitió. Herminia dejaba caer la cabeza a un lado. Pedro siguió diciendo bajito:
__Tienes mucho calor. Te estorba la falda.
Herminia buscó el cierre  y lo abrió. La falda cayó al suelo. Pedro, con una mano apoyada en la pared, le puso la otra  en la espalda y le acariciaba  la columna. Con los pies pudo retirar la falda a un lado. Herminia esperaba. Estaba tranquila, pero su rostro empezó a enrojecer. Le vinieron a la mente las palabras del salmista: Tú eres mi camino y mi guía…
 Con hábiles movimientos, Pedro se desabrochó lo que le estorbaba y con delicadeza empezó a quitarle a ella parte de la ropa. Pronto tuvo el camino libre y con energía y decisión se adentró en la “cueva”.
 Herminia le había dejado llegar. Entonces comprendió por fin de qué iba lo de “sus encantos”. Pedro, entusiasmado, con los ojos en blanco gritaba: ¡Oh, oh, oh!.. ! Que maravilla!
Unos segundos después su entusiasmo se trocó en decepción y dijo…
__! Mierda! ¿Esto qué es? ¿Pero es que tú…? ¡Hija de puta! ¿Qué has hecho?
Con firmeza y decisión, Herminia le empujó por los hombros para apartarlo:
__Ya veo cuales son mis encantos y cómo es el mundo que me esperaba ahí fuera para disfrutarlos.
__¿Pero es que tú ya…?
__Gracias por lo que me has enseñado. Y oye, si querías llamarme puta, no tenías que nombrar a mi madre. Así que vete y no vengas más.

Recogió su falda y salió del cuarto dejando al “maestro” rabiando de dolor y de indignación.
 Matilde estaba en el salón. Había entrado con las compras y al no encontrar a Herminia se sorprendió y más al oír al santurrón de Pedro dando voces. Este salió al fin con la chaqueta puesta y una cara terrible. Sin saludar, se fue a la calle.
 Herminia se había vestido de nuevo y bajó para hablar con Matilde, que estaba turbada por lo que había oído y no podía comprender.
__No te preocupes, Matilde, no ha sido nada. Yo sólo quería saber hasta dónde era capaz de llegar y, como se ha equivocado, no volverá por aquí.
__¿Y su madre, vendrá?
__Que haga lo que quiera. Ya veremos.

A las seis se presentaron las plañideras. Entraron primero las hermanas Pulido, luego la directora del coro y por último, la madre de Pedro, quien, dirigiéndose a Herminia con la barbilla levantada, como si fuera a escupir un manojo de alfileres, le dijo:
__MI hijo no puede venir esta tarde, se le ha presentado un quehacer muy importante.
__¡Oh! Bueno, si es así…

Rezaron y rezaron. Se les iba agotando el fervor de los primeros días. Y aunque no se daba cuenta, la viuda del notario no encontró el corrillo para conversar que solía encontrar en otras casas donde iban a ofrecer sus oraciones. Aquélla tarde las hermanas Pulido dijeron que tomarían el té pues a la última sesión de la novena no podrían acudir. La hermana y la cuñada de Herminia también se quedaron un ratito más. Doña Gertrudis no atendía a la charla, estaba preocupada por la cara con la que su hijo había llegado a la casa y por su negativa a ir en esta ocasión. Todos dieron por cumplida su atención particular a la difunta y no volvieron. Allí quedó cortada la novena. 

Herminia empezó a salir, ya por la mañana a unas compras, ya por la tarde a un paseo. Aprendió a distinguir las miradas de los hombres unas de otras, la de los que no se interesaban nada y la de los que intuían sus “encantos secretos”.
Algunas tardes iba a la iglesia y por el camino coincidía con señoras de distintas edades. Para la mayoría era un destino autorizado por madres o por maridos, ya que a la vista de unos y otros era imposible una escapada fuera de la ley: de la LEY DE DIOS se supone. Había un grupo a las que sí les confortaba muchísimo cantar alabanzas a la VIRGEN por el entusiasmo con que cantaban: ¡Un día a verla iré, oh si yo la veré!  
En la iglesia tenía Herminia  su lugar preferido. Cerca de la puerta, a la derecha, estaba el altar de la Virgen del Carmen, con el Niño en brazos y ofreciendo su escapulario. Un reclinatorio de terciopelo gastado la recibía. Después de unos minutos de rodillas, se retiraba a un pequeño banco que quedaba casi a oscuras. Desde allí, en diagonal, veía el Altar Mayor, al que nunca se acercaba.

 ...Continuará...

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