lunes, 24 de febrero de 2014

EL DÍA DE LOS SALMOS. Capítulo 3.


LA NOVENA DE DIFUNTOS

Llegó el día en el que la madre de Herminia se cansó de vivir, por eso dejó de comer, de hablar, de pensar y por último, se olvidó de respirar. Esto fue lo que hizo ver a su hija y a Matilde que no quería nada de este mundo, ni el aire. Herminia y Matilde intentaron hacerla desistir de su empeño por abandonar este mundo, pero no fue posible. No les quedó más remedio que respetar su decisión después de algunos intentos del médico por disuadirla. Murió dulcemente. Después de una reunión apresurada de los hermanos, se procedió a su entierro junto al que fue su esposo.

 Dos días después, por la tarde, estaban Herminia y Matilde arreglando el cuarto de la difunta, vaciando armarios y revisando documentos, cuando llamaron a la puerta. Salió Matilde a abrir y se hizo a un lado para que pasaran, pues las que habían llamado estaban decididas a entrar. Eran cuatro señoras a las que Herminia conocía de verlas alguna vez en la iglesia, así que se acercó a recibirlas.

La que parecía mayor, de rostro afilado, pelo teñido de negro y negra la ropa, con tono halagador empezó a decir:
__¡Cuánto hemos sentido a tu madre!
__Sí, ya la echábamos de menos en la iglesia, éramos muy amigas.
Con tono que quería ser convincente añadió otra:
__Sí, niña. Ha sido una pena,  porque tu madre no era tan mayor ¿verdad?
__Pasen, pasen ustedes y siéntense.
__Es que no sabemos si has organizado la novena.

Cómo Herminia miraba a una y otra sin entender todavía, doña Gertrudis añadió:
__Bueno, ya sabes, la novena que se dedica a los difuntos mientras se espera a celebrar el funeral.

Herminia no sabía qué contestar pues en su mente bullían unas preguntas, por ejemplo: ¿Cómo dicen que son amigas de mi madre si nunca vinieron a verla? ¿Quiénes son estas que llegan sin avisar siquiera? ¿Qué es eso de la novena?
Y de entrada no le gustó ninguna de ellas: la del pelo negro, flaca y oliendo a naftalina; la gorda, con papada y un buen escote con una cadena de oro y una medalla como un pan; ni las otras dos señoras que parecían hermanas, con el pelo estirado hasta formar un pequeño moño en la nuca, vestidos de cuadritos que acusaban años de uso y zapatos de hombre. A Herminia en cambio le llamó la atención de éstas el cutis fino, casi transparente, y las manos delgadas.

Volvió a hablar la mayorala:
__Bueno, ¿No nos dices nada? ¿Podemos venir o no?
Herminia había mirado a Matilde que le hacía señas de que aceptase.
__Pues sí. Si ustedes quieren. -Aunque para quitarles las ganas, si ello hubiera sido posible, añadió-: pero yo no sé nada de esto. Nunca he ido a una novena así. ¿Es en la iglesia?
Un poco sulfurada de tanta ignorancia, la enlutada se aplicó a explicarle:
__No, niña. Es que acudimos a la casa del difunto a rezar el rosario y otras oraciones durante nueve días. Se pone un retrato del fallecido y una vela.
Herminia volvió a mirar a Matilde, que asentía.
__Pues sí, señoras. Pueden ustedes venir cuando quieran.
__¿Te viene bien mañana a las seis? De aquí nos iríamos a la iglesia, a la misa de siete.
__Sí, por supuesto.
__¿Vendría tu hermana? Porque en su casa no van a hacer  la novena, ya nos hemos enterado.
__Pues se lo diré, a ver si puede.
__Sí. Eso. A ver si puede.
El retintín con que dijo esto pareció el resonar de una campana.
__Pues nos vamos. ¿Verdad, doña Gertrudis?
__Sí, sí. Nos vamos.
__Así que usted es doña Gertrudis y…
__¡Ah! Es verdad, que no las he presentado. Aquí ésta es Ignacia Meléndez -era la gorda- y esas son las hermanas Pulido, Encarna y Asunción.
__Mucho gusto de conocerlas a todas.
__Mañana vendrá mi hijo. -Lo dijo como quién anuncia un premio-.

A Herminia le costó no poco trabajo convencer a su hermana de que debía venir para aquél homenaje a su madre, porque ya estaban enteradas las cuatro beatísimas de que ella no lo había organizado en casa de su suegra. Las noticias corren como el humo. También llamó a su cuñada, que lo consultó con su marido, para ver quién se ocupaba de los niños mientras ella estaba fuera de casa. Así que Francisco se sacrificó por su madre después de muerta quedándose con sus propios hijos.
Herminia buscó un retrato de su madre. Había muy pocos pero al fin encontraron uno que se podía ampliar y así lo pusieron en un marco de cristal con pie y buscaron una palmatoria para la vela.
 Herminia no había pensado ponerse luto, pero Matilde la convenció para que se buscara alguna ropa negra para la novena y el funeral.

Mientras buscaban la foto, Matilde le explicó la costumbre de la novena: rezar por el difunto en su propia casa, pues se supone que a veces el espíritu se queda apegado a la tierra sin saber emprender el camino al Más Allá. Con las oraciones se les ayuda. Y en el más acá, eso de ir a rezar por un difunto es una excusa buenísima y santísima para salir de casa y darse un paseo. Y si además en la casa sirven luego un té con pastas, “tutti contenti”.

Al día siguiente se presentaron las cuatro cariátides a las seis en punto. Ya estaba la mesita de mármol rodeada de sillas y, encima del piano, la foto y la vela que Matilde encendió. La troupe traía un apéndice: el anunciado hijo de doña Gertrudis, un hombre que no se presentó a Herminia, de unos cuarenta años, muy peinado, vestido de luto, el color de la cara amarillento, y la nariz igual que su madre. Se sentó un poco aparte de las mujeres.

La gorda, de buen tono de voz -a Herminia le pareció que era cantante, o así había visto ella a alguna- dirigía el rosario. Las hermanas Pulido hoy traían unos vestidos menos antiguos que el día anterior y otros zapatos, quizás los de los domingos. Doña Gertrudis, toda de luto por su marido, incluso traía puesto el velo de la iglesia.

Herminia, con la cabeza baja, seguía el rezo, pero con frecuencia dirigía los ojos a uno y otro lado. La escena le llegó a parecer dantesca con esas cuatro mujeres musitando oraciones que bien podrían ser conjuros. Herminia sorprendió alguna vez al hombre mirándola a ella. Una idea casi la hizo reír. Si de verdad su madre, o sea su espíritu, estaba por la casa ¿no saldría huyendo a otros parajes más apacibles? ¿podrían aquellas oraciones tan mecánicas hacer algo por su ascenso al paraíso? ¿orientarla al cielo? Miró a su hermana, la vio distraída. Calculó qué hubiera pasado de negarse a celebrar la novena en su casa con aquellas mujeres. Hubieran comentado lo descreídas que eran las hijas de Marina.

Cerró los ojos y rogó a su madre, a quién suponía todavía por allí, que le diera paciencia para soportar nueve días esta intromisión en su casa y en su fe. Al mirarlas una vez más, le pareció que las hermanas Pulido sí rezaban con devoción. Tal vez eran las únicas oraciones sinceras. El hijo de la enlutada no se movía apenas, debía estar muy acostumbrado a los rezos.

Cuando terminaron con los últimos “descanse en paz”, Matilde se levantó para preparar el té que ofrecería después. Con el último “amén”, las hermanas Pulido se levantaron para irse.
__¿No se quieren quedar a tomar algo? Dijo Matilde.
__No, señora. Cuando vamos a rezar, es sólo a rezar. Otro día podremos quedarnos.
La gorda miró a la enlutada como pidiéndole opinión, pero ésta estaba guardando su rosario. Elisa dijo que su suegra estaba sola y debía volver a casa. Y su cuñada dijo que sus chicos  tenían que estudiar.

Herminia se levantó a despedirlas  y se dispuso a aguantar el resto de la visita. Entretanto el hombre, que había estado apartado, se acercó a la mesa para el té. Ya Matilde ponía tazas, platillos, un plato con pastas en el centro de la mesa y una tetera de metal que en años no se había usado y ahora se veía deslucida. Lo que las dos rezadoras querían sobre todo era hablar, así que empezó la mayor:
__Y ahora ¿qué vas a hacer?
A Herminia le había pillado mordiendo una pasta y se atragantó. Tosió y tosió, entretanto le dio tiempo a pensar algo. No esperaba una pregunta tan directa y decidió no darle gusto.
__Perdone. ¿Qué ha dicho usted?
__Que qué vas a hacer ahora. Repitió.
Herminia bebió unos sorbos de te y se demoró en hacer la contra pregunta.
__¿Qué respecto a qué?
La enlutada se cortó un poco y al fin dijo:
__Quiero decir, respecto a la casa.
__Respecto a la casa no hay nada que hacer. Es mía. Como había otra contigua que se vendió, mis hermanos lo arreglaron de modo que ésta quedase para mí a cambio de cuidar a mi madre.
__Gertrudis, se nos va a hacer tarde para la Misa de siete. Dijo la gorda.
__Sí, mamá. Desde aquí hay un buen trecho, debemos irnos, añadió el hombre.
Doña Gertrudis tomó la taza de te y bebió dos sorbos.
__Bueno, nos vamos, hijita. Hasta mañana.

Doña Ignacia alcanzó la puerta, detrás doña Gertrudis con su andar dificultoso, y por último se puso en pie su hijo. Este, al pasar junto a Herminia cerca de la puerta, le tomó una mano y se la besó al tiempo que decía:
__Haga lo que haga en el futuro, no deje de salir y adornar la calle con su presencia.
Herminia le miró a los ojos y le sorprendió su mirada de galán de cine.

Al día siguiente se presentaron todos a la hora en punto. Cada uno ocupó el mismo sitio que el día anterior. Ignacia empezó sin dilaciones los rezos. Herminia encontró un rosario de su madre y se  esforzaba en no equivocarse con las cuentas. Del hijo de doña Gertrudis aún no sabía el nombre. Cada uno trataba de rezar con recogimiento, aunque a veces se escapaban las miradas, como las del galán, que un par de veces sorprendió Herminia. Llegó a pensar que estaría bien que su difunta madre se presentara y los espantara a todos. Y por su parte le prometió rezar en otro momento sin distracciones.

Tomaron el té después de los rezos, como estaba previsto. Ya habían comprado una tetera para la ocasión. Herminia percibió que la pregunta del día anterior flotaba en el ambiente. Se compadeció de aquella mujer que creía hacer  el bien y además arrastraba a su único hijo en sus correrías devocionales.
Al terminar el té inició una conversación que quería ser distendida, pero al mismo tiempo queriendo impresionar a Herminia, doña Gertrudis dijo que su hijo estaba preparando unas oposiciones a notario. Mientras doña Gertrudis observaba la reacción  de Herminia, ésta miraba a  Pedro, que tenía una sonrisa complacida. Terminó él su bebida y dejó con cuidado la taza en la mesa. No se habló más.
 La hermana y la cuñada de Herminia tenían siempre prisa por acudir a sus obligaciones. La que dirigía el rosario y las letanías esperaba órdenes de la enlutada, así que ésta se levantó con cierta presteza viendo que nadie seguía su comentario. Salió ella delante y su hijo se demoró para tomar del codo a Herminia, que les seguía a la puerta, para decirle con voz amistosa y reconfortante:
__Ahora no te quedes metida en casa, ya que tu madre no te necesita, debes salir. El mundo espera para conocer tus encantos. Hasta mañana.

Matilde y Herminia se ocuparon de arreglar el cuarto ahora desocupado. Cambiaron colchones y colchas, cortinas, dieron la ropa utilizable a la “canastilla de la Virgen” en la parroquia y cambiaron los cuadros. Había demasiadas estampas de santos. Doña Marina había tenido a la vista a buena parte de la corte celestial. Dejaron una estampa muy buena de la Virgen de Lourdes.

Llegó la tarde del día siguiente. El mismo ritual, las mismas personas, los mismos asientos, encender la vela que se suponía atrae al espíritu de la muerta para que oiga a sus amigos. Herminia ya se estaba acostumbrando.
 Al terminar para marcharse, Pedro se retrasó para hablarle a Herminia al tiempo que la tomaba del brazo.
__¿Has salido hoy? Dijo, con voz afectuosa.
__No, no hemos tenido tiempo, había quehacer aquí.
Sin darse cuenta, le contestaba como disculpándose. Él le sonrió, así que ella pudo ver su dentadura un poco amarillenta.
__¿Quieres que venga un día y hablemos? -dijo en voz baja-.
__Vale -contestó acercándose a la puerta, pues la calle se tragaba ya a las devotas-.

Fue al día siguiente. A las cuatro de la tarde se presentó Pedro. A pesar del calor, venía con su traje negro. Abrió Herminia pues Matilde había salido a reponer la despensa de té y galletas. Herminia le hizo pasar y se sentaron en el salón.
__He venido a verte porque luego no podemos hablar. Mi madre me necesita a su lado.
__Me dijiste algo que no entendí. Que el mundo me espera. ¿Era eso?
__Sí, es un modo de decir que ya ha terminado tu misión en la casa y fuera puedes ser una reina en algún lugar. Ya lo encontrarás. Porque no tienes novio, ¿verdad?
__No. No tengo. Hasta ahora no sé de nadie que se haya interesado por mí. Desde que se casaron mi hermano y mi hermana se disolvió el corrillo de gente joven que nos juntábamos y no quedó nadie que nos visitase.
__Por eso te digo que, aunque tú no lo sepas, tiene que haber alguien deseando conocer tus encantos. 

A Herminia le tintineaban las palabras “tus encantos” y no pudo aplicarlos a ninguna de sus cualidades. ¿Acaso su conocimiento de la música era un “encanto”? ¿Tal vez su cultura matemática, sus estudios? Para aclararse de una vez, dijo:
__¿Cuáles crees tú que son mis encantos? Pues nadie me ha hablado de ello.
Bajando los ojos, Pedro contestó suavemente:
__Te lo puedo explicar mejor, pero no aquí. -lo dijo mientras miraba a la puerta del cuarto de la difunta-.

Herminia pensó que no había que esperar más a saberlo, pues si otro día salía, por ejemplo, al paseo, debía saber lo que se esperaba de ella. Se levantó y lo invitó a seguirla a aquél cuarto recién arreglado.
Lo primero, él se quitó la chaqueta y la dejó en una silla. Luego fue donde ella se había quedado, cerró la puerta suavemente y también suavemente la apoyó en la pared.
__Tú también tienes calor, estarías mejor sin esa falda. ¡Qué bonito pelo tienes! Éste es uno de tus encantos.
Acarició su pelo por detrás de la cabeza y al final le hundió dos dedos en el hueco de la nuca. Con esto ella hizo un movimiento de cabeza, como si se adormeciera. Él, que vigilaba su efecto, lo repitió. Herminia dejaba caer la cabeza a un lado. Pedro siguió diciendo bajito:
__Tienes mucho calor. Te estorba la falda.
Herminia buscó el cierre  y lo abrió. La falda cayó al suelo. Pedro, con una mano apoyada en la pared, le puso la otra  en la espalda y le acariciaba  la columna. Con los pies pudo retirar la falda a un lado. Herminia esperaba. Estaba tranquila, pero su rostro empezó a enrojecer. Le vinieron a la mente las palabras del salmista: Tú eres mi camino y mi guía…
 Con hábiles movimientos, Pedro se desabrochó lo que le estorbaba y con delicadeza empezó a quitarle a ella parte de la ropa. Pronto tuvo el camino libre y con energía y decisión se adentró en la “cueva”.
 Herminia le había dejado llegar. Entonces comprendió por fin de qué iba lo de “sus encantos”. Pedro, entusiasmado, con los ojos en blanco gritaba: ¡Oh, oh, oh!.. ! Que maravilla!
Unos segundos después su entusiasmo se trocó en decepción y dijo…
__! Mierda! ¿Esto qué es? ¿Pero es que tú…? ¡Hija de puta! ¿Qué has hecho?
Con firmeza y decisión, Herminia le empujó por los hombros para apartarlo:
__Ya veo cuales son mis encantos y cómo es el mundo que me esperaba ahí fuera para disfrutarlos.
__¿Pero es que tú ya…?
__Gracias por lo que me has enseñado. Y oye, si querías llamarme puta, no tenías que nombrar a mi madre. Así que vete y no vengas más.

Recogió su falda y salió del cuarto dejando al “maestro” rabiando de dolor y de indignación.
 Matilde estaba en el salón. Había entrado con las compras y al no encontrar a Herminia se sorprendió y más al oír al santurrón de Pedro dando voces. Este salió al fin con la chaqueta puesta y una cara terrible. Sin saludar, se fue a la calle.
 Herminia se había vestido de nuevo y bajó para hablar con Matilde, que estaba turbada por lo que había oído y no podía comprender.
__No te preocupes, Matilde, no ha sido nada. Yo sólo quería saber hasta dónde era capaz de llegar y, como se ha equivocado, no volverá por aquí.
__¿Y su madre, vendrá?
__Que haga lo que quiera. Ya veremos.

A las seis se presentaron las plañideras. Entraron primero las hermanas Pulido, luego la directora del coro y por último, la madre de Pedro, quien, dirigiéndose a Herminia con la barbilla levantada, como si fuera a escupir un manojo de alfileres, le dijo:
__MI hijo no puede venir esta tarde, se le ha presentado un quehacer muy importante.
__¡Oh! Bueno, si es así…

Rezaron y rezaron. Se les iba agotando el fervor de los primeros días. Y aunque no se daba cuenta, la viuda del notario no encontró el corrillo para conversar que solía encontrar en otras casas donde iban a ofrecer sus oraciones. Aquélla tarde las hermanas Pulido dijeron que tomarían el té pues a la última sesión de la novena no podrían acudir. La hermana y la cuñada de Herminia también se quedaron un ratito más. Doña Gertrudis no atendía a la charla, estaba preocupada por la cara con la que su hijo había llegado a la casa y por su negativa a ir en esta ocasión. Todos dieron por cumplida su atención particular a la difunta y no volvieron. Allí quedó cortada la novena. 

Herminia empezó a salir, ya por la mañana a unas compras, ya por la tarde a un paseo. Aprendió a distinguir las miradas de los hombres unas de otras, la de los que no se interesaban nada y la de los que intuían sus “encantos secretos”.
Algunas tardes iba a la iglesia y por el camino coincidía con señoras de distintas edades. Para la mayoría era un destino autorizado por madres o por maridos, ya que a la vista de unos y otros era imposible una escapada fuera de la ley: de la LEY DE DIOS se supone. Había un grupo a las que sí les confortaba muchísimo cantar alabanzas a la VIRGEN por el entusiasmo con que cantaban: ¡Un día a verla iré, oh si yo la veré!  
En la iglesia tenía Herminia  su lugar preferido. Cerca de la puerta, a la derecha, estaba el altar de la Virgen del Carmen, con el Niño en brazos y ofreciendo su escapulario. Un reclinatorio de terciopelo gastado la recibía. Después de unos minutos de rodillas, se retiraba a un pequeño banco que quedaba casi a oscuras. Desde allí, en diagonal, veía el Altar Mayor, al que nunca se acercaba.

 ...Continuará...

domingo, 2 de febrero de 2014

EL DIA DE LOS SALMOS. Capítulos 1 y 2

HERMINIA EN SU CASA

Herminia  solía arreglarse al atardecer y sentarse en el saloncito con un libro para leer o escuchar música. Del pequeño tocadiscos brotaban canciones sudamericanas, portuguesas, todas lentas, sentimentales, algún aria de ópera, nunca lo bullicioso ni muy moderno. Algunas veces ponía un disco de salmos.

Era al caer la noche cuando la vida de Herminia tomaba otro rumbo. La puerta principal de la casa tenía una pequeña terraza con dos bancos de azulejos. En la pared, detrás de una reja una pequeña gruta con una Virgen de Lourdes y un farolillo que la alumbraba.

Matilde se sentaba con una labor de costura o de ganchillo y ambas estaban con el oído alerta, porque alguien podía llamar por la puerta de la cocina o por la principal, y se le abría. Siempre eran un hombre o dos, bien presentados que, con afabilidad preguntaban “si podían charlar un ratito con la señora”. Tenía que ser así, pues si alguno se había presentado de un modo zafio o impertinente se le había eliminado. Si el hombre era admitido, Herminia se limitaba a ofrecerle una copa de vino que Matilde traía servida en una antigua bandejita de loza y metal, nunca la botella, para evitar la tentación de repetir.

Herminia tenía estudios básicos (había iniciado la carrera de comercio) adornados con muchas lecturas. Podía mantener educadas conversaciones sobre la cría de caracoles, los ríos trucheros, las pirámides de Egipto o una película antigua. Así pues, sus visitantes se presentaban con respeto solicitando “un ratito de charla”, a lo que ella accedía gentilmente. Hacía sentar a su invitado en el sofá y le acompañaba con gesto amable mientras saboreaban su copita, aunque ella tomaba siempre una tacita de café.

Cuando calculaba no se sabe qué, hacía una señal a Matilde que recogía copa y taza. Entretanto, Herminia se ponía en pie, alargaba su mano hacia el hombre y lo dirigía por la escalera al dormitorio. Este era un lugar especial. Una gran cama de colchón mullido, y sábanas de colores vivos, una butaquita tapizada en damasco azul, una pequeña cómoda y encima un tocadiscos que funcionaba. En una pared varios carteles de turismo: vistas de Venecia, de Marruecos, de alguna catarata, de un teatro romano…

Uno de esos carteles ocultaba una puerta. Por allí se perdía Herminia un par de minutos para volver cambiada de ropa. Aparecía con una túnica de gasa estampada o negra. Las tenía de diferentes modelos, colores, texturas, y ya su semblante expresaba su disponibilidad. A su vez el caballero disponía de un cuartito de aseo con variedad de perchas para dejar su ropa bien colocada y donde después se vestía.

Lo que sucedía entre la entrada y la salida del visitante era objeto de comentarios muy de boca a oído entre los caballeros de la ciudad.

Para muchos era incomprensible la actitud de Herminia porque sus palabras en la culminación del acto, nunca  nombrado, no eran las conocidas: ¡Bien! ¡Sigue! ¡Más, más! ¡Así! como se ve y oye en las películas, sino ALGO muy diferente. Había tres o cuatro hombres a los que les gustaba la variedad de expresiones que ofrecía Herminia, en cambio dos de ellos no lo soportaron y no volvieron. Por supuesto todos se conocían y en el pueblo se sabía la peculiaridad de Herminia.
    
LAS SOBRINAS

Herminia tiene tres sobrinas, dos hijas de su hermana y una de su hermano Francisco.

 Elisa, la hermana mayor, se casó muy joven con Eliseo. Desde que doña Raquel conoció a Elisa, la adoptó por nuera. La emparejó con su hija Raquelita que era un poco más joven y que no tenía amigas que le gustaran a su madre. Así Elisa se alejó de su madre y sus hermanos para aumentar el núcleo familiar del notario, padre de Eliseo.

Francisco desde muy joven persiguió a Laurita, una chica pelirroja, gordita, nerviosa, que aceptaba sus bromas y sus desplantes intermitentes justificándolos, y como final irrenunciable  se casó con él.

Herminia vive sola o casi, pues al casarse sus hermanos y morir su padre se quedó en la casa familiar con su madre, que aunque viva, no aportaba más compañía emocional ni social que cuando se murió. Matilde, una fiel sirvienta venida de un pueblo, se quedó a cuidar de Herminia. Matilde no tenía más familia que un marido que prefería estar con sus hermanas y sus animales en el pueblo. Este, de vez en cuando aparecía con un canastillo de limones o de membrillos, a lo que Matilde respondía con alguna camisa o pantalón que había conseguido en la parroquia.

Esta era toda la compañía de que disfrutaba Herminia, ya que su madre nunca fue afectuosa siquiera con ella: como si haber nacido niña hubiera torcido no se sabe qué planes que podía haber tenido para su último retoño.

La madre al que había adorado de verdad era a su hijo Francisco, un muchacho fuerte, bromista y guapo. Y admiró a su hija Elisa porque tan joven supo hacerse valer y conseguir un marido “de lo mejor”, y en cambio la pobre Herminia…

Así pues, Herminia un día convocó a sus sobrinas para hacerles entrega de unos objetos que habían pertenecido a su madre, objetos personales, recuerdos. Su padre, como Juez, había tenido buena posición y, aunque eran contadas las ocasiones en que decidía asistir en público con su esposa, procuró siempre que ésta se presentase con discreto lujo. Así sus abanicos, collares, guantes y todo lo que entonces podía lucir una señora siempre fueron de lo mejor, como sus pocos vestidos.

La sobrina mayor, Raquel: dieciocho años, morena, de ojos grises, desenvuelta, pisando el mundo con seguridad, arropada por tía, madre y abuela, llegó a casa de Herminia con el sentimiento de una marquesa que condesciende en ir a la cuadra a ver un potrillo nacido, o sea, recogiéndose la falda para no mancharse. Su hermana Isabelita, de dieciséis años, se presentó muy contenta de que le permitieran, por esta vez, acercarse a su tía Herminia. A su vez Laurita le había dicho a su madre:
_La tía Herminia nos ha invitado a las primas y a mí a ir a su casa esta tarde.
_¿Y qué quiere la tía de vosotras? ¿Se lo has dicho a tu padre?
_No, ¿Es que tengo que decírselo?
_Sí.
_¿Y si me dice que no vaya?
_Pues no vas.
_¡Ah! Vale.

Con esto, Laurita decidió no pasar por donde estuviera su padre ya que no se iba a exponer a un No, porque tenía ganas de saber para qué las llamaba su tía.

Y es que Herminia había empezado a sentirse mayor y decidió que había que deshacerse de ciertas cosas del pasado. Ya había roto con la mayor parte de lo que fue patrimonio familiar al vender la mitad de la vivienda. En realidad ésta había estado compuesta por dos pequeñas casas formadas de bajo y piso alto, en una plaza muy concurrida. Su padre había sido Juez. Ya con tres niños quiso tener un despacho propio y su propia biblioteca, que se iba haciendo importante. Para ello necesitó una vivienda más amplia, por lo que compró la propiedad contigua. Pero al quedar reducidos sus habitantes a Herminia y Matilde era lógico un reajuste. Los hermanos hicieron donación a la hermana soltera de su parte en la propiedad y así quedó una casa suficiente para las dos mujeres.

Se reunieron las primas ante el porche a la hora citada y la tía estuvo alerta para recibirlas. Se entraba directamente al salón. Frente a la puerta lucían una chimenea de ladrillo con repisa de mármol y un piano bueno. A continuación se abre una ventana que da a un minúsculo patio lleno de macetas, lo que da un poco de luz y alegría a esta zona. En la pared contigua, formando ángulo, una importante librería con casi todos los libros de leyes y otros textos antiguos y curiosos que su padre atesoraba, un pequeño aparador y su vitrina con cristalería tallada adosados a la otra pared; y ocupaban los sitios libres dos mesitas bajas de mármol con patas de bronce, tres sillones y un pequeño sofá. También, a la izquierda, arranca una escalera con barandilla de madera torneada dando a un pasillo donde abren dos puertas iguales. Por debajo de la escalera está el paso a la cocina y dos habitaciones más.

Las primas apenas habían estado allí alguna vez, quizá cuando murió la abuela. Herminia las saludó cariñosamente, como si fuera habitual la visita. Las hizo sentar alrededor de una mesita. Raquel prefirió el sofá, quería dejar claro que con ella había que guardar distancias, aunque no sabía bien porqué, pero tanto su tía Raquel como su abuela, arrugaban la nariz cuando se nombraba a Herminia y ella había percibido algo en sus conversaciones, aunque siempre se trataba de vagas alusiones. Ya sentadas las cuatro, Matilde sirvió unas tazas de té, también puso unos platos con galletas. Raquel no se acercó y ligeramente resoplaba, como quien tiene prisa, o eso quería demostrar. Las primas dieron un sorbo al té pero se emplearon en las galletas caseras.

A una mirada de Herminia, Matilde retiró las tazas y platos, pasó un paño por la mesa y colocó en medio una caja de cartón forrada de tela que, al fin, la tía abrió. Se expandió un olor de perfume bueno pero rancio. Empezó a hablar:
­_Os he invitado a venir para que os llevéis estos recuerdos de vuestra abuela Marina.
_¿Por qué no te los quedas tú? Dijo Raquel.
_Yo tengo muchos recuerdos ya, por ejemplo la cama en que murió, ¿te parece poco? Estas cosas que os doy son pequeñeces pero algún día os gustará tenerlas para recordarla. Era una señora elegante.
_Yo quiero ver lo que hay.
_Pues miradlo todo y os lleváis lo que os guste.

El lote de cosas era bueno: tres abanicos, uno de ellos de encaje de bolillos en varillas de hueso que estuvo muy en moda, otro pintado en gasa y el tercero calado en madera india; dos velos de encaje, uno grande y otro triangular, más moderno; un misal encuadernado en piel, un libro de la Virgen con cantos de plata, un rosario de nácar y otro de azabache, un bolso de malla de plata, una polvera de bolso con incrustaciones de nácar amén de pañuelos de encaje y guantes. Las más jóvenes tomaban una cosa y otra, las acariciaban, las olían y preguntaban a su tía cuando y porqué se usaba cada cosa.
_¿Y todo esto era elegante y fino? Preguntaba Isabel.
_Sí, estos eran adornos propios de señora. Ya no se usan, claro, pero un pequeño tesoro así os hará entroncar con la familia, un día os gustará tenerlo.
_Pues yo no quiero nada -dijo despectiva Raquel desde el sofá. Estaba deseando poder marcharse, aunque no tenía ninguna cita. Pero tenía reparo por haber venido sabiendo que su madre no era gustosa-

La tía Herminia, que había preparado unas bolsitas de tela de seda para que se llevaran aquellos recuerdos, tomó una, metió en ella el velo grande bien doblado y se lo dio mirándola seriamente a los ojos y dijo:
_Tú te llevas esto, así puedes decirle a tu madre de qué hemos hablado.

La muchacha sostuvo la mirada de su tía, tomó la bolsita. Aún se miraron retadoras unos segundos. Raquel comprendió que Herminia sabía porqué su hermana no la quería. Como si hubiera percibido sus pensamientos, Laurita dijo:
_Mi madre no quería que viniera, me dijo que mi padre debía darme permiso.
Herminia le pasó una mano por el pelo, como una caricia.
-Pero tú no encontraste a tu padre, ¿verdad?
Laurita sonrió entendiendo el mensaje. Isabel estaba embebida tocando los abanicos, pero aún así le llegó la tensión con que hablaba su tía y haciéndose la inocente, dijo:
-Mi madre dijo que vaya una ocurrencia, que tú podías haber ido a llevarlos, o si es que tú querías hablar con nosotras de algo.
-Yo sé lo que piensa tu madre de mí.
-¿Ah, sí? ¿Qué piensa? Dijo Raquel muy interesada.
-Aunque no lo diga, como estoy soltera y vivo bien, lo que no quiere es que aprendáis de mí a vivir sin marido, porque quiere que vosotras os caséis, por eso no quiere que hablemos, pero ya veis que sólo quiero que sepáis vuestra historia personal. Mi padre, vuestro abuelo, fue un señor muy importante en este pueblo además de buena persona. Sería bueno que os hablase de él otro día.

Aclarado quedó para las muchachas que Herminia sabía que sus madres no querían trato con ella y se quedaron enganchadas a la idea: “se vive bien sin un MARIDO”; que en adelante tendrían que poner en una balanza con: “Es necesario un hombre al lado para vivir”, idea ésta que campeaba en la vida familiar de las muchachas. Al fin se llevaron todo lo que la tía había seleccionado para ellas. En el fondo de la caja quedaron dos pañuelos blancos, de hombre, muy lavados. Dijo Laurita:
-Y esto, ¿También de la abuela?
Herminia dio un respingo al decir:
-  ¡No, claro que no! Esto es otra cosa.
Por fin se fueron las chicas. Matilde recogió la caja donde quedaron sólo los pañuelos y Herminia dijo:
-  Voy a salir.

De una percha de detrás de la puerta tomó su bolso, comprobó que llevaba el velo y se fue a la iglesia.

 “Venga tu Gracia Señor, como lo esperamos de ti. Gustad y ved cuán bueno es el señor, dichoso el varón que a Él se acoge”. Este Salmo le vino a la mente mientras atravesaba la plaza. El aire fresco le sentó bien ya que se había puesto nerviosa con sus sobrinas y el reparto de objetos, que le había suscitado muchos recuerdos, sobre todo de los días que siguieron a la muerte de su madre.

..... CONTINUARÁ....