HERMINIA EN SU CASA
Herminia solía arreglarse al atardecer y
sentarse en el saloncito con un libro para leer o escuchar música. Del pequeño
tocadiscos brotaban canciones sudamericanas, portuguesas, todas lentas,
sentimentales, algún aria de ópera, nunca lo bullicioso ni muy moderno. Algunas
veces ponía un disco de salmos.
Era al caer la noche
cuando la vida de Herminia tomaba otro rumbo. La puerta principal de la casa
tenía una pequeña terraza con dos bancos de azulejos. En la pared, detrás de
una reja una pequeña gruta con una Virgen de Lourdes y un farolillo que la
alumbraba.
Matilde se sentaba con
una labor de costura o de ganchillo y ambas estaban con el oído alerta, porque
alguien podía llamar por la puerta de la cocina o por la principal, y se le
abría. Siempre eran un hombre o dos, bien presentados que, con afabilidad
preguntaban “si podían charlar un ratito con la señora”. Tenía que ser así, pues
si alguno se había presentado de un modo zafio o impertinente se le había eliminado.
Si el hombre era admitido, Herminia se limitaba a ofrecerle una copa de vino
que Matilde traía servida en una antigua bandejita de loza y metal, nunca la
botella, para evitar la tentación de repetir.
Herminia tenía
estudios básicos (había iniciado la carrera de comercio) adornados con muchas
lecturas. Podía mantener educadas conversaciones sobre la cría de caracoles,
los ríos trucheros, las pirámides de Egipto o una película antigua. Así pues,
sus visitantes se presentaban con respeto solicitando “un ratito de charla”, a
lo que ella accedía gentilmente. Hacía sentar a su invitado en el sofá y le
acompañaba con gesto amable mientras saboreaban su copita, aunque ella tomaba
siempre una tacita de café.
Cuando calculaba no
se sabe qué, hacía una señal a Matilde que recogía copa y taza. Entretanto,
Herminia se ponía en pie, alargaba su mano hacia el hombre y lo dirigía por la
escalera al dormitorio. Este era un lugar especial. Una gran
cama de colchón mullido, y sábanas de colores vivos, una butaquita tapizada en
damasco azul, una pequeña cómoda y encima un tocadiscos que funcionaba. En una
pared varios carteles de turismo: vistas de Venecia, de Marruecos, de alguna
catarata, de un teatro romano…
Uno de esos carteles
ocultaba una puerta. Por allí se perdía Herminia un par de minutos para volver
cambiada de ropa. Aparecía con una túnica de gasa estampada o negra. Las tenía
de diferentes modelos, colores, texturas, y ya su semblante expresaba su
disponibilidad. A su vez el caballero disponía de un cuartito de aseo con
variedad de perchas para dejar su ropa bien colocada y donde después se vestía.
Lo que sucedía entre
la entrada y la salida del visitante era objeto de comentarios muy de boca a
oído entre los caballeros de la ciudad.
Para muchos era incomprensible
la actitud de Herminia porque sus palabras en la culminación del acto,
nunca nombrado, no eran las
conocidas: ¡Bien! ¡Sigue! ¡Más, más! ¡Así! como se ve y oye en las películas,
sino ALGO muy diferente. Había tres o cuatro hombres a los que les
gustaba la variedad de expresiones que ofrecía Herminia, en cambio dos de ellos
no lo soportaron y no volvieron. Por supuesto todos se conocían y en el pueblo
se sabía la peculiaridad de Herminia.
LAS SOBRINAS
Herminia tiene tres
sobrinas, dos hijas de su hermana y una de su hermano Francisco.
Elisa, la hermana mayor, se casó muy
joven con Eliseo. Desde que doña Raquel conoció a Elisa, la adoptó por nuera. La
emparejó con su hija Raquelita que era un poco más joven y que no tenía amigas
que le gustaran a su madre. Así Elisa se alejó de su madre y sus hermanos para
aumentar el núcleo familiar del notario, padre de Eliseo.
Francisco desde muy
joven persiguió a Laurita, una chica pelirroja, gordita, nerviosa, que aceptaba
sus bromas y sus desplantes intermitentes justificándolos, y como final irrenunciable
se casó con él.
Herminia vive sola o
casi, pues al casarse sus hermanos y morir su padre se quedó en la casa
familiar con su madre, que aunque viva, no aportaba más compañía emocional ni
social que cuando se murió. Matilde, una fiel sirvienta venida de un pueblo, se
quedó a cuidar de Herminia. Matilde no tenía más familia que un marido que
prefería estar con sus hermanas y sus animales en el pueblo. Este, de vez en
cuando aparecía con un canastillo de limones o de membrillos, a lo que Matilde
respondía con alguna camisa o pantalón que había conseguido en la parroquia.
Esta era toda la
compañía de que disfrutaba Herminia, ya que su madre nunca fue afectuosa
siquiera con ella: como si haber nacido niña hubiera torcido no se sabe qué
planes que podía haber tenido para su último retoño.
La madre al
que había adorado de verdad era a su hijo Francisco, un muchacho fuerte,
bromista y guapo. Y admiró a su hija Elisa porque tan joven supo hacerse valer y
conseguir un marido “de lo mejor”, y en cambio la pobre Herminia…
Así pues, Herminia un
día convocó a sus sobrinas para hacerles entrega de unos objetos que habían
pertenecido a su madre, objetos personales, recuerdos. Su padre, como Juez, había
tenido buena posición y, aunque eran contadas las ocasiones en que decidía
asistir en público con su esposa, procuró siempre que ésta se presentase con
discreto lujo. Así sus abanicos, collares, guantes y todo lo que entonces podía
lucir una señora siempre fueron de lo mejor, como sus pocos vestidos.
La sobrina mayor,
Raquel: dieciocho años, morena, de ojos grises, desenvuelta, pisando el mundo
con seguridad, arropada por tía, madre y abuela, llegó a casa de Herminia con
el sentimiento de una marquesa que condesciende en ir a la cuadra a ver un
potrillo nacido, o sea, recogiéndose la falda para no mancharse. Su hermana
Isabelita, de dieciséis años, se presentó muy contenta de que le permitieran,
por esta vez, acercarse a su tía Herminia. A su vez Laurita le
había dicho a su madre:
_La tía Herminia nos
ha invitado a las primas y a mí a ir a su casa esta tarde.
_¿Y qué quiere la tía
de vosotras? ¿Se lo has dicho a tu padre?
_No, ¿Es que tengo
que decírselo?
_Sí.
_¿Y si me dice que no
vaya?
_Pues no vas.
_¡Ah! Vale.
Con esto, Laurita
decidió no pasar por donde estuviera su padre ya que no se iba a exponer a un
No, porque tenía ganas de saber para qué las llamaba su tía.
Y es que Herminia había
empezado a sentirse mayor y decidió que había que deshacerse de ciertas cosas
del pasado. Ya había roto con la mayor parte de lo que fue patrimonio familiar
al vender la mitad de la vivienda. En realidad ésta había estado compuesta por
dos pequeñas casas formadas de bajo y piso alto, en una plaza muy concurrida. Su
padre había sido Juez. Ya con tres niños quiso tener un despacho propio y su
propia biblioteca, que se iba haciendo importante. Para ello necesitó una
vivienda más amplia, por lo que compró la propiedad contigua. Pero al quedar
reducidos sus habitantes a Herminia y Matilde era lógico un reajuste. Los
hermanos hicieron donación a la hermana soltera de su parte en la propiedad y así
quedó una casa suficiente para las dos mujeres.
Se reunieron las
primas ante el porche a la hora citada y la tía estuvo alerta para recibirlas.
Se entraba directamente al salón. Frente a la puerta lucían una chimenea de
ladrillo con repisa de mármol y un piano bueno. A continuación se abre una
ventana que da a un minúsculo patio lleno de macetas, lo que da un poco de luz
y alegría a esta zona. En la pared contigua, formando ángulo, una importante
librería con casi todos los libros de leyes y otros textos antiguos y curiosos
que su padre atesoraba, un pequeño aparador y su vitrina con cristalería tallada adosados a la otra pared; y ocupaban los sitios libres dos mesitas bajas de mármol
con patas de bronce, tres sillones y un pequeño sofá. También, a la izquierda,
arranca una escalera con barandilla de madera torneada dando a un pasillo donde
abren dos puertas iguales. Por debajo de la escalera está el paso a la cocina y
dos habitaciones más.
Las primas apenas
habían estado allí alguna vez, quizá cuando murió la abuela. Herminia las
saludó cariñosamente, como si fuera habitual la visita. Las hizo sentar
alrededor de una mesita. Raquel prefirió el sofá, quería dejar claro que con
ella había que guardar distancias, aunque no sabía bien porqué, pero tanto su
tía Raquel como su abuela, arrugaban la nariz cuando se nombraba a Herminia y
ella había percibido algo en sus conversaciones, aunque siempre se trataba de
vagas alusiones. Ya sentadas las cuatro, Matilde sirvió unas tazas de té,
también puso unos platos con galletas. Raquel no se acercó y ligeramente
resoplaba, como quien tiene prisa, o eso quería demostrar. Las primas dieron un
sorbo al té pero se emplearon en las galletas caseras.
A una mirada de
Herminia, Matilde retiró las tazas y platos, pasó un paño por la mesa y colocó
en medio una caja de cartón forrada de tela que, al fin, la tía abrió. Se
expandió un olor de perfume bueno pero rancio. Empezó a hablar:
_Os he invitado a venir
para que os llevéis estos recuerdos de vuestra abuela Marina.
_¿Por qué no te los
quedas tú? Dijo Raquel.
_Yo tengo muchos recuerdos
ya, por ejemplo la cama en que murió, ¿te parece poco? Estas cosas que os doy
son pequeñeces pero algún día os gustará tenerlas para recordarla. Era una
señora elegante.
_Yo quiero ver lo que
hay.
_Pues miradlo todo y
os lleváis lo que os guste.
El lote de cosas era
bueno: tres abanicos, uno de ellos de encaje de bolillos en varillas de hueso
que estuvo muy en moda, otro pintado en gasa y el tercero calado en madera
india; dos velos de encaje, uno grande y otro triangular, más moderno; un misal
encuadernado en piel, un libro de la Virgen con cantos de plata, un rosario de
nácar y otro de azabache, un bolso de malla de plata, una polvera de bolso con
incrustaciones de nácar amén de pañuelos de encaje y guantes. Las más jóvenes
tomaban una cosa y otra, las acariciaban, las olían y preguntaban a su tía
cuando y porqué se usaba cada cosa.
_¿Y todo esto era elegante
y fino? Preguntaba Isabel.
_Sí, estos eran
adornos propios de señora. Ya no se usan, claro, pero un pequeño tesoro así os
hará entroncar con la familia, un día os gustará tenerlo.
_Pues yo no quiero
nada -dijo despectiva Raquel
desde el sofá. Estaba deseando poder marcharse, aunque no tenía ninguna cita.
Pero tenía reparo por haber venido sabiendo que su madre no era gustosa-
La tía Herminia, que
había preparado unas bolsitas de tela de seda para que se llevaran aquellos
recuerdos, tomó una, metió en ella el velo grande bien doblado y se lo dio
mirándola seriamente a los ojos y dijo:
_Tú te llevas esto,
así puedes decirle a tu madre de qué hemos hablado.
La muchacha sostuvo la
mirada de su tía, tomó la bolsita. Aún se miraron retadoras unos segundos.
Raquel comprendió que Herminia sabía porqué su hermana no la quería. Como si
hubiera percibido sus pensamientos, Laurita dijo:
_Mi madre no quería
que viniera, me dijo que mi padre debía darme permiso.
Herminia le pasó una
mano por el pelo, como una caricia.
-Pero tú no encontraste a tu padre,
¿verdad?
Laurita sonrió entendiendo el mensaje. Isabel estaba embebida tocando los abanicos, pero aún
así le llegó la tensión con que hablaba su tía y haciéndose la inocente, dijo:
-Mi madre dijo que vaya una
ocurrencia, que tú podías haber ido a llevarlos, o si es que tú querías hablar
con nosotras de algo.
-Yo sé lo que piensa tu madre de
mí.
-¿Ah, sí? ¿Qué piensa? Dijo Raquel
muy interesada.
-Aunque no lo diga, como estoy
soltera y vivo bien, lo que no quiere es que aprendáis de mí a vivir sin
marido, porque quiere que vosotras os caséis, por eso no quiere que hablemos,
pero ya veis que sólo quiero que sepáis vuestra historia personal. Mi padre,
vuestro abuelo, fue un señor muy importante en este pueblo además de buena
persona. Sería bueno que os hablase de él otro día.
Aclarado quedó para
las muchachas que Herminia sabía que sus madres no querían trato con ella y se
quedaron enganchadas a la idea: “se vive bien sin un MARIDO”; que en adelante
tendrían que poner en una balanza con: “Es necesario un hombre al lado para
vivir”, idea ésta que campeaba en la vida familiar de las muchachas. Al fin se
llevaron todo lo que la tía había seleccionado para ellas. En el fondo de la
caja quedaron dos pañuelos blancos, de hombre, muy lavados. Dijo Laurita:
-Y esto, ¿También de la abuela?
Herminia dio un
respingo al decir:
- ¡No, claro que no! Esto es otra
cosa.
Por fin se fueron las
chicas. Matilde recogió la caja donde quedaron sólo los pañuelos y Herminia
dijo:
- Voy a salir.
De una percha de
detrás de la puerta tomó su bolso, comprobó que llevaba el velo y se fue a la
iglesia.
“Venga tu Gracia Señor, como lo
esperamos de ti. Gustad y ved cuán bueno es el señor, dichoso el varón que a Él
se acoge”. Este Salmo le vino a la mente mientras atravesaba la plaza. El aire
fresco le sentó bien ya que se había puesto nerviosa con sus sobrinas y el
reparto de objetos, que le había suscitado muchos recuerdos, sobre todo de los
días que siguieron a la muerte de su madre.
..... CONTINUARÁ....
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