domingo, 2 de febrero de 2014

EL DIA DE LOS SALMOS. Capítulos 1 y 2

HERMINIA EN SU CASA

Herminia  solía arreglarse al atardecer y sentarse en el saloncito con un libro para leer o escuchar música. Del pequeño tocadiscos brotaban canciones sudamericanas, portuguesas, todas lentas, sentimentales, algún aria de ópera, nunca lo bullicioso ni muy moderno. Algunas veces ponía un disco de salmos.

Era al caer la noche cuando la vida de Herminia tomaba otro rumbo. La puerta principal de la casa tenía una pequeña terraza con dos bancos de azulejos. En la pared, detrás de una reja una pequeña gruta con una Virgen de Lourdes y un farolillo que la alumbraba.

Matilde se sentaba con una labor de costura o de ganchillo y ambas estaban con el oído alerta, porque alguien podía llamar por la puerta de la cocina o por la principal, y se le abría. Siempre eran un hombre o dos, bien presentados que, con afabilidad preguntaban “si podían charlar un ratito con la señora”. Tenía que ser así, pues si alguno se había presentado de un modo zafio o impertinente se le había eliminado. Si el hombre era admitido, Herminia se limitaba a ofrecerle una copa de vino que Matilde traía servida en una antigua bandejita de loza y metal, nunca la botella, para evitar la tentación de repetir.

Herminia tenía estudios básicos (había iniciado la carrera de comercio) adornados con muchas lecturas. Podía mantener educadas conversaciones sobre la cría de caracoles, los ríos trucheros, las pirámides de Egipto o una película antigua. Así pues, sus visitantes se presentaban con respeto solicitando “un ratito de charla”, a lo que ella accedía gentilmente. Hacía sentar a su invitado en el sofá y le acompañaba con gesto amable mientras saboreaban su copita, aunque ella tomaba siempre una tacita de café.

Cuando calculaba no se sabe qué, hacía una señal a Matilde que recogía copa y taza. Entretanto, Herminia se ponía en pie, alargaba su mano hacia el hombre y lo dirigía por la escalera al dormitorio. Este era un lugar especial. Una gran cama de colchón mullido, y sábanas de colores vivos, una butaquita tapizada en damasco azul, una pequeña cómoda y encima un tocadiscos que funcionaba. En una pared varios carteles de turismo: vistas de Venecia, de Marruecos, de alguna catarata, de un teatro romano…

Uno de esos carteles ocultaba una puerta. Por allí se perdía Herminia un par de minutos para volver cambiada de ropa. Aparecía con una túnica de gasa estampada o negra. Las tenía de diferentes modelos, colores, texturas, y ya su semblante expresaba su disponibilidad. A su vez el caballero disponía de un cuartito de aseo con variedad de perchas para dejar su ropa bien colocada y donde después se vestía.

Lo que sucedía entre la entrada y la salida del visitante era objeto de comentarios muy de boca a oído entre los caballeros de la ciudad.

Para muchos era incomprensible la actitud de Herminia porque sus palabras en la culminación del acto, nunca  nombrado, no eran las conocidas: ¡Bien! ¡Sigue! ¡Más, más! ¡Así! como se ve y oye en las películas, sino ALGO muy diferente. Había tres o cuatro hombres a los que les gustaba la variedad de expresiones que ofrecía Herminia, en cambio dos de ellos no lo soportaron y no volvieron. Por supuesto todos se conocían y en el pueblo se sabía la peculiaridad de Herminia.
    
LAS SOBRINAS

Herminia tiene tres sobrinas, dos hijas de su hermana y una de su hermano Francisco.

 Elisa, la hermana mayor, se casó muy joven con Eliseo. Desde que doña Raquel conoció a Elisa, la adoptó por nuera. La emparejó con su hija Raquelita que era un poco más joven y que no tenía amigas que le gustaran a su madre. Así Elisa se alejó de su madre y sus hermanos para aumentar el núcleo familiar del notario, padre de Eliseo.

Francisco desde muy joven persiguió a Laurita, una chica pelirroja, gordita, nerviosa, que aceptaba sus bromas y sus desplantes intermitentes justificándolos, y como final irrenunciable  se casó con él.

Herminia vive sola o casi, pues al casarse sus hermanos y morir su padre se quedó en la casa familiar con su madre, que aunque viva, no aportaba más compañía emocional ni social que cuando se murió. Matilde, una fiel sirvienta venida de un pueblo, se quedó a cuidar de Herminia. Matilde no tenía más familia que un marido que prefería estar con sus hermanas y sus animales en el pueblo. Este, de vez en cuando aparecía con un canastillo de limones o de membrillos, a lo que Matilde respondía con alguna camisa o pantalón que había conseguido en la parroquia.

Esta era toda la compañía de que disfrutaba Herminia, ya que su madre nunca fue afectuosa siquiera con ella: como si haber nacido niña hubiera torcido no se sabe qué planes que podía haber tenido para su último retoño.

La madre al que había adorado de verdad era a su hijo Francisco, un muchacho fuerte, bromista y guapo. Y admiró a su hija Elisa porque tan joven supo hacerse valer y conseguir un marido “de lo mejor”, y en cambio la pobre Herminia…

Así pues, Herminia un día convocó a sus sobrinas para hacerles entrega de unos objetos que habían pertenecido a su madre, objetos personales, recuerdos. Su padre, como Juez, había tenido buena posición y, aunque eran contadas las ocasiones en que decidía asistir en público con su esposa, procuró siempre que ésta se presentase con discreto lujo. Así sus abanicos, collares, guantes y todo lo que entonces podía lucir una señora siempre fueron de lo mejor, como sus pocos vestidos.

La sobrina mayor, Raquel: dieciocho años, morena, de ojos grises, desenvuelta, pisando el mundo con seguridad, arropada por tía, madre y abuela, llegó a casa de Herminia con el sentimiento de una marquesa que condesciende en ir a la cuadra a ver un potrillo nacido, o sea, recogiéndose la falda para no mancharse. Su hermana Isabelita, de dieciséis años, se presentó muy contenta de que le permitieran, por esta vez, acercarse a su tía Herminia. A su vez Laurita le había dicho a su madre:
_La tía Herminia nos ha invitado a las primas y a mí a ir a su casa esta tarde.
_¿Y qué quiere la tía de vosotras? ¿Se lo has dicho a tu padre?
_No, ¿Es que tengo que decírselo?
_Sí.
_¿Y si me dice que no vaya?
_Pues no vas.
_¡Ah! Vale.

Con esto, Laurita decidió no pasar por donde estuviera su padre ya que no se iba a exponer a un No, porque tenía ganas de saber para qué las llamaba su tía.

Y es que Herminia había empezado a sentirse mayor y decidió que había que deshacerse de ciertas cosas del pasado. Ya había roto con la mayor parte de lo que fue patrimonio familiar al vender la mitad de la vivienda. En realidad ésta había estado compuesta por dos pequeñas casas formadas de bajo y piso alto, en una plaza muy concurrida. Su padre había sido Juez. Ya con tres niños quiso tener un despacho propio y su propia biblioteca, que se iba haciendo importante. Para ello necesitó una vivienda más amplia, por lo que compró la propiedad contigua. Pero al quedar reducidos sus habitantes a Herminia y Matilde era lógico un reajuste. Los hermanos hicieron donación a la hermana soltera de su parte en la propiedad y así quedó una casa suficiente para las dos mujeres.

Se reunieron las primas ante el porche a la hora citada y la tía estuvo alerta para recibirlas. Se entraba directamente al salón. Frente a la puerta lucían una chimenea de ladrillo con repisa de mármol y un piano bueno. A continuación se abre una ventana que da a un minúsculo patio lleno de macetas, lo que da un poco de luz y alegría a esta zona. En la pared contigua, formando ángulo, una importante librería con casi todos los libros de leyes y otros textos antiguos y curiosos que su padre atesoraba, un pequeño aparador y su vitrina con cristalería tallada adosados a la otra pared; y ocupaban los sitios libres dos mesitas bajas de mármol con patas de bronce, tres sillones y un pequeño sofá. También, a la izquierda, arranca una escalera con barandilla de madera torneada dando a un pasillo donde abren dos puertas iguales. Por debajo de la escalera está el paso a la cocina y dos habitaciones más.

Las primas apenas habían estado allí alguna vez, quizá cuando murió la abuela. Herminia las saludó cariñosamente, como si fuera habitual la visita. Las hizo sentar alrededor de una mesita. Raquel prefirió el sofá, quería dejar claro que con ella había que guardar distancias, aunque no sabía bien porqué, pero tanto su tía Raquel como su abuela, arrugaban la nariz cuando se nombraba a Herminia y ella había percibido algo en sus conversaciones, aunque siempre se trataba de vagas alusiones. Ya sentadas las cuatro, Matilde sirvió unas tazas de té, también puso unos platos con galletas. Raquel no se acercó y ligeramente resoplaba, como quien tiene prisa, o eso quería demostrar. Las primas dieron un sorbo al té pero se emplearon en las galletas caseras.

A una mirada de Herminia, Matilde retiró las tazas y platos, pasó un paño por la mesa y colocó en medio una caja de cartón forrada de tela que, al fin, la tía abrió. Se expandió un olor de perfume bueno pero rancio. Empezó a hablar:
­_Os he invitado a venir para que os llevéis estos recuerdos de vuestra abuela Marina.
_¿Por qué no te los quedas tú? Dijo Raquel.
_Yo tengo muchos recuerdos ya, por ejemplo la cama en que murió, ¿te parece poco? Estas cosas que os doy son pequeñeces pero algún día os gustará tenerlas para recordarla. Era una señora elegante.
_Yo quiero ver lo que hay.
_Pues miradlo todo y os lleváis lo que os guste.

El lote de cosas era bueno: tres abanicos, uno de ellos de encaje de bolillos en varillas de hueso que estuvo muy en moda, otro pintado en gasa y el tercero calado en madera india; dos velos de encaje, uno grande y otro triangular, más moderno; un misal encuadernado en piel, un libro de la Virgen con cantos de plata, un rosario de nácar y otro de azabache, un bolso de malla de plata, una polvera de bolso con incrustaciones de nácar amén de pañuelos de encaje y guantes. Las más jóvenes tomaban una cosa y otra, las acariciaban, las olían y preguntaban a su tía cuando y porqué se usaba cada cosa.
_¿Y todo esto era elegante y fino? Preguntaba Isabel.
_Sí, estos eran adornos propios de señora. Ya no se usan, claro, pero un pequeño tesoro así os hará entroncar con la familia, un día os gustará tenerlo.
_Pues yo no quiero nada -dijo despectiva Raquel desde el sofá. Estaba deseando poder marcharse, aunque no tenía ninguna cita. Pero tenía reparo por haber venido sabiendo que su madre no era gustosa-

La tía Herminia, que había preparado unas bolsitas de tela de seda para que se llevaran aquellos recuerdos, tomó una, metió en ella el velo grande bien doblado y se lo dio mirándola seriamente a los ojos y dijo:
_Tú te llevas esto, así puedes decirle a tu madre de qué hemos hablado.

La muchacha sostuvo la mirada de su tía, tomó la bolsita. Aún se miraron retadoras unos segundos. Raquel comprendió que Herminia sabía porqué su hermana no la quería. Como si hubiera percibido sus pensamientos, Laurita dijo:
_Mi madre no quería que viniera, me dijo que mi padre debía darme permiso.
Herminia le pasó una mano por el pelo, como una caricia.
-Pero tú no encontraste a tu padre, ¿verdad?
Laurita sonrió entendiendo el mensaje. Isabel estaba embebida tocando los abanicos, pero aún así le llegó la tensión con que hablaba su tía y haciéndose la inocente, dijo:
-Mi madre dijo que vaya una ocurrencia, que tú podías haber ido a llevarlos, o si es que tú querías hablar con nosotras de algo.
-Yo sé lo que piensa tu madre de mí.
-¿Ah, sí? ¿Qué piensa? Dijo Raquel muy interesada.
-Aunque no lo diga, como estoy soltera y vivo bien, lo que no quiere es que aprendáis de mí a vivir sin marido, porque quiere que vosotras os caséis, por eso no quiere que hablemos, pero ya veis que sólo quiero que sepáis vuestra historia personal. Mi padre, vuestro abuelo, fue un señor muy importante en este pueblo además de buena persona. Sería bueno que os hablase de él otro día.

Aclarado quedó para las muchachas que Herminia sabía que sus madres no querían trato con ella y se quedaron enganchadas a la idea: “se vive bien sin un MARIDO”; que en adelante tendrían que poner en una balanza con: “Es necesario un hombre al lado para vivir”, idea ésta que campeaba en la vida familiar de las muchachas. Al fin se llevaron todo lo que la tía había seleccionado para ellas. En el fondo de la caja quedaron dos pañuelos blancos, de hombre, muy lavados. Dijo Laurita:
-Y esto, ¿También de la abuela?
Herminia dio un respingo al decir:
-  ¡No, claro que no! Esto es otra cosa.
Por fin se fueron las chicas. Matilde recogió la caja donde quedaron sólo los pañuelos y Herminia dijo:
-  Voy a salir.

De una percha de detrás de la puerta tomó su bolso, comprobó que llevaba el velo y se fue a la iglesia.

 “Venga tu Gracia Señor, como lo esperamos de ti. Gustad y ved cuán bueno es el señor, dichoso el varón que a Él se acoge”. Este Salmo le vino a la mente mientras atravesaba la plaza. El aire fresco le sentó bien ya que se había puesto nerviosa con sus sobrinas y el reparto de objetos, que le había suscitado muchos recuerdos, sobre todo de los días que siguieron a la muerte de su madre.

..... CONTINUARÁ....

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