EL PASEO
DE HERMINIA.
Herminia vivía su vida
sosegadamente. Como muchos días, salió por la mañana. Podría decirse que su
paseo por la plaza y la Calle Mayor se asemejaban al de una dama que bajase a
su huerto o jardín a comprobar que en tal árbol apuntaba la flor precursora del
fruto. O que el capullo del clavel ayer, hoy era flor abierta. Su modo de
vestir también era peculiar. Nada de sujetarse a modas pasajeras. Ella había
adoptado un modelo: falda negra hasta los tobillos, que podían tener una
abertura a un costado, o bien al frente hasta las rodillas y blusas de telas finas y transparentes en verano o un buen
jersey en invierno, de colores claros. Podían ser fucsia, azul, naranja. Y de
adorno un conjunto de collares de cuentas de cristal de siete u ocho vueltas,
también de colores diversos, que cubrían desde el cuello hasta la cintura. Unos
parecían caramelos a medio chupar, como de finísimo ámbar, o de azabache.
También el de medallitas de plata. Se completaba su atuendo con un bolso de
tela negra recubierta de abalorios semejantes a los collares.
Entró en la cafetería,
ocupó la mesita que acostumbraba, pidió su café y se puso a hojear la revista
que había comprado. Hoy empezaba la primavera y se notaba en el ambiente. Los
árboles de la plaza olían a vegetal caldeado. Los pocos transeúntes, tanto
hombres como mujeres, iban con ropas ligeras. Los ventanales de la cafetería
abiertos dejaban ver al personal, dos camareros, sirviendo las mesas con cierta
vivacidad.
Entraron dos hombres
hasta el mostrador. Herminia no volvió la cabeza pero a uno sí lo conoció
cuando habló, era Jerónimo, contable de una empresa de construcción. Tampoco él
se paró a mirarla, pero su acompañante le hizo señas para que observase lo
insólito: una mujer sola y con aquel atuendo. El conocido quiso templar la
curiosidad del amigo, pero éste ya se dirigía a la reluciente Herminia para
decirle si podía ocupar la mesa con ella. Fue un camarero el que le interceptó
el paso diciendo:
__Ahora mismo les preparo
esta mesa si quieren sentarse.
Como la maniobra le
resultara un poco extraña, comprendió que no debía acercarse a la mujer y
contestó por disimular:
__Sólo quería ver la
plaza desde aquí.
Su amigo se había
mantenido en la barra y tomaba su cerveza con los ojos bajos. El curioso tomó
el vaso con el refresco que había pedido, pero intuyó que allí había algún
misterio que trataría de aclarar.
Herminia tomó su café
y dejando una moneda en la mesa, salió por detrás de los hombres. En cuanto la
vio alejarse por la plaza, el forastero se volvió al amigo:
__Ya me dirás qué
pasa. ¿Es habitual que aquí entre una mujer sola a tomar café?
__Pues no lo es, pero
ésta es muy especial y se lo permite. Si te interesa mucho puedes ir a verla.
Solamente tienes que decir, si es que te abren la puerta, que quieres “charlar
un ratito con la señora”.
EL CURIOSO FORASTERO.
No le dijo más y así
lo dejó a su suerte. La curiosidad del forastero le impulsó a averiguar la
dirección de la señora y así un atardecer se presentó en la casa. Unos
prudentes toques en la puerta y enseguida le abrió Matilde. Como dijo la frase
ritual, le dejó paso. Allí estaba la Señora vestida con una larga túnica de
gasa estampada que él consideró más propia de una fiesta. Parecía copiada de un
cuadro de Boticelli. Su interés iba en aumento. Matilde le ofreció asiento en
el sofá y acto seguido trajo la bandejita con la pequeña porción de vino que se
ofrecía a los visitantes y que él se tomó de un trago. Miraba a su alrededor
observando los muebles antiguos, los libros. La escalera le provocó curiosidad.
Herminia le miraba con una delicada sonrisa y empezó la conversación
preguntándole su nombre, ya que él no se había presentado. Dijo su nombre:
Ginés, apellidos y edad. Enseguida le pregunto a ella a lo que contestó:
__Herminia, me llamo
Herminia. Nací en este pueblo donde mi padre era juez. ¿Usted ha venido por
vacaciones o por trabajo?
__Sí, señora. He
venido por mi profesión. Soy agrimensor y me han contratado para medir unos
terrenos donde quieren hacer un hotel y una cancha de tenis. No sé si conoce la
“Hacienda Campello”.
__Muy interesante ese
proyecto, ya había oído algo.
__Por eso estaré aquí
como un mes trabajando. Jerónimo es mi jefe.
__¿La empresa es de
aquí o de la capital?
__Es de la capital.
No sabía de qué hablar
y le dedicó a Herminia una sonrisa pícara ante lo cual ella bajó los ojos. No
sabía quién le había hablado de la posibilidad de visitarla, pudo ser Jerónimo
cuando se encontraron los tres en el mismo ambiente esa mañana, pero ella lo
dudaba. Decidido el visitante, le dijo a Matilde:
__Señora, acérqueme el
vino ese, porque con una rueda no anda un carro.
Matilde, espantada,
miró a su ama que asintió con la cabeza, y el hombre se sirvió la copa llena y
mantuvo la botella en su mano, al parecer dispuesto a tomarse la tercera.
Cuando hubo tomado el vino, que era bueno, con muestras de delectación,
Herminia se puso en pié, se acercó a él y ofreciéndole la mano, con lo cual él
tuvo que soltar la botella, dijo:
__Ha sido muy agradable
su visita para mí, espero que también para usted.
Sorprendido el hombre,
se levantó y ella le guió hasta la puerta, repitiendo:
__Ha sido una
agradable visita.
Él no entendía nada,
porque se había creído otra cosa, claro que por su cuenta o apoyado en simples
indicios. Cuando salió andaba pensativo tratando de entender en qué se había
equivocado. Al día siguiente no quiso comentar con Jerónimo el fracaso de su
arremetida.
JERÓNIMO.
Por la noche, cuando
Jerónimo fue a casa de Herminia y entró saludando, ésta le preguntó con guasa:
__¿Dónde has dejado a tu agrimensor?
__En el Casino. Me ha
visto salir ¿Así que se atrevió? Creo que me guarda algo de rencor o recelo, me
mira mal.
__¿Es que tú no le
explicaste?
__¿Cómo iba a
explicarle? ¿Iba a darle cancha a un contrincante? Bueno. ¿Qué te pareció?
__Pues, que en el
casino está bien.
__¿Tienes algo para mí
esta noche?
__Ya lo verás.
¿Quieres el vino?
__No, ya tomé algo.
__Pues vamos.
Al poco rato sonaba el
Réquiem de Mozart en el tocadiscos de arriba y un poco más tarde la voz,
desconocida para casi todos, de Herminia que recitaba:
__¡Santo Dios, Santo
Fuerte! ¡Santo, Santo, Santo! ¡Santo…
Santo…in…in…mor…tal…! ¡Líbrame
Se…ñor…de…todo mal!. ¡Ó…yeme, ó…yeme, Se…ñor!
Era Jerónimo quien la
escuchaba sin hablar, a no ser un gruñido, mientras sentía las uñas de ella
clavadas en sus brazos o en su espalda.
Seguía el Réquiem con sus fúnebres notas
hasta que, suponiendo que su oración ya había llegado al cielo, Herminia dejó
de “rogar a Dios”.
Pasó un tiempo. Cuando
ambos salieron del éxtasis, sin hablar se dispusieron a bajar a la tierra, es
decir, al piso bajo de la casa. Jerónimo pidió entonces la copita de vino, la
tomó y saludó diciendo:
__Quedad con Dios,
señoras.
Herminia, sentada de
nuevo en su sillón, con los ojos cerrados, recordaba. Los salmos venían una y
otra vez a su memoria.
LA BANDA DE MÚSICA.
Herminia terminó su
desayuno con más ánimo ya que a las seis de la tarde se le prometía una fiesta
particular.
Fernando formaba parte
de la banda de música municipal, tocaba el saxofón. El pueblo tiene su banda de
música, compuesta por dieciocho personas y dos directores que se turnan, cada
uno con un repertorio distinto.
El principal objetivo
de la banda es amenizar en la plaza las mañanas de los domingos. Siempre que el
tiempo no lo impide, los domingos a las doce se reúnen en ella. Relajadamente
se han agrupado los músicos, colocado sus atriles, sus partituras, han saludado
al público en general, a algunos en particular y cuando dan las campanadas en
el reloj del Ayuntamiento, el director levanta su batuta y empiezan a sonar las
notas de “Valencia”, o de “Suspiros de España”, “Francisco Alegre”, “Capote de
Grana y Oro”, que son las más frecuentes para iniciar el concierto. Estas notas
alegres desatan algunas lenguas de entre el público que se ponen a tararear o
incluso cantar. Más de uno se toma esa libertad incluso animado por sus vecinos
de asiento.
La plaza de Santovía
no es muy grande, por eso la pérgola de los músicos está junto a una pared, que
es el muro de una huerta. No es extraño que una huerta avance hasta el centro
del pueblo, en este caso es la de un antiguo convento cuya entrada está por la
otra calle. Así pues la pérgola es como un gran balcón, con el suelo a tres niveles,
el tejadillo de cristal y dos escaleritas a los lados junto a la pared.
Con ser este asunto de
la banda una sana diversión, trae de cabeza al párroco Don Ramiro porque la
banda empieza a tocar justo en el momento en que él empieza la misa de doce y
aunque no están en la misma plaza el ayuntamiento y la iglesia, el sonido llega
y distrae a algunos feligreses de buen oído que suelen ser los más jóvenes. Ya han discutido por
esto el alcalde, que es quien manda en los músicos, y el señor cura. El párroco
dice que debían empezar a las doce y media, a lo que el alcalde le contesta que
ponga él la misa más temprano porque:
__¡Oiga usted! ¡En
toda España! ¿Eh? ¡En toda España las bandas de música empiezan a las doce!
Y se zanja la cuestión por unas semanas,
hasta que revive la indignación del cura, porque observa que algunos pequeños
que van a misa con sus madres salen a la puerta a escuchar, y sus madres o
padres tienen que intentar
hacerlos volver al asiento y ellos a llorar porque lo de fuera es más
divertido.
En la plaza hay
algunos bancos, pero cuando va a
tocar la banda traen sillas en un camión, con lo cual todos pueden escuchar
cómodamente. Así pues estaba Herminia sentada cerca de la pérgola y en los
brazos de la silla iba marcando el compás de un pasodoble. Ella reconocía la
flauta travesera, el oboe, el triángulo, los platillos, el bombo, la caja y el
saxo. Del resto de ellos no sabía su nombre. Desde arriba Fernando
la veía sonriente, embebida en la música y sola.
Durante el descanso
algunos músicos gustan de bajar a estirar las piernas o charlar con amigos,
esposas o hijos que han venido también a la plaza. Varias veces son las que
Fernando ha mirado a Herminia. Ella se siente observada pero no sabe por quién,
tiene como un sexto sentido para esto. Algo que tiene que ver con la piel.
Cuando un hombre la mira ella siente como un airecillo por la nuca, no más aire
que el de un suspiro, pero que la pone alerta.Podría ser
cualquiera de los dieciocho de la banda. Empezó a observarlos y a descartar. No
puede ser aquél que está muy atento a la partitura; este otro es muy joven;
aquél mira a otro lado… Al fin tropezó con la mirada de Fernando que con los
movimientos de la cabeza mientras toca tiene un ángulo de visión bastante
bueno, si no necesita mirar mucho su papel. Y por cierto podría tocar todo el
concierto de memoria.
Desde su puesto divisa
toda la plaza y observa. La mayoría no escuchan la música. Hay grupitos de
señoras mayores que charlan sin parar, la música les hace recordar su juventud,
sus bailes, alguna de ellas es una erudita en saber quién cantaba este
pasodoble o aquella copla, así que la música “en vivo y en directo” queda como
fondo. En un extremo de la plaza unas jovencitas se animan a bailar entre risas
y pisotones. Nadie les ha enseñado la postura del cuerpo. Un amiguito quiere
emparejar con una y ¡horror! Herminia reconoce a su sobrino Francisco, que
dobla las rodillas y saca el trasero para bailar. Tal como hacía su padre con
la misma edad.
Fernando observa. Le
conforta que esta señora esté tan atenta y disfrutando con la banda. Hoy se ha
decidido a hablar con ella. En el descanso se acerca y se sienta a alguna
distancia. La mira sonriente y pregunta:
__¿Le gusta a usted la
música?
__Sí, bastante.
__Veo que es una pregunta
tonta. Si está usted aquí es porque le gusta! claro!
__Sí desde luego. Y es
que ustedes lo hacen muy bien. Además el repertorio es variado. Muchas piezas
son conocidas de escucharlas por la radio, pero otras no.
__Sí, claro, son
piezas especialmente compuestas para bandas. O también las hay transformadas de
piezas para orquesta. ¿Sabe usted que vamos a dar una sesión en el Casino?
__¿Por qué en el
Casino? ¿Para que les oigan los señores que ahora se quedan en los bares?
__No, no señora. Lo
que se organiza es para todos, es un baile.
__¡Ah! Sí, otros años
lo han hecho, pero no sé en que fecha ni con qué motivo.
__Pues lo hacemos tres
veces al año. Una por Carnaval, otra por el aniversario del Casino, que cae en
verano y la de ahora por la fiesta de la Virgen Coronada.
__Sí, he tenido alguna
noticia pero, como no tengo con quién ir, no la recuerdo.
__¿No tiene usted con
quién ir al baile? ¿No tiene pareja?
__Pues no, no tengo
pareja.
El tono contundente
con que lo dijo le sugirió a Fernando que iba a añadir “para bailar ni para
nada”.
__Desde luego es
difícil encontrar alguien a quien le guste el baile y tenga facultades. Y
también que se preste. Ya ve, a mí me gusta mucho y mi esposa tiene facultades,
pero no le gusta, dice que se hace el ridículo.
Había estado hablando
con un tono distendido, pero en el fondo estaba interesado. Miró de reojo al
rostro de Herminia espiando un gesto en respuesta a su perorata. Esta se había
puesto seria y había cambiado de postura en la silla. Al poco dijo, casi
mirando al suelo:
__Sí, es una pena,
como dice la coplilla: “tener el agua tan cerca y no poderla beber”.
__¿Así que nunca puede
usted bailar?
__¡Oh! bueno, en mi
casa, si pongo un disco de pasodobles o de valses, claro que puedo.
__Pero no es lo mismo.
¡Uy! Ya hay que continuar. Señora, siento tener que irme, he tenido mucho
gusto.
Sin darse cuenta de
ello se habían acercado a las escaleritas todos los músicos a ocupar sus
asientos. Herminia se cambió de sitio, se colocó un poco más atrás para marcharse
antes.
La conversación con el
saxofonista le había hecho entristecer, por poner el dedo en la llaga que ella
sufría por no tener pareja para nada, nadie al alcance de su llamada para
disfrutar, ya fuera el paseo, el cine o el baile.
Siguió escuchando la
música con cierta displicencia, aunque al comenzar la siguiente pieza, la
segunda parte de “La Arlesiana” -según figuraba en el programa- con su
expresiva melodía, el sonido del saxofón se adueñó del aire con notas
melancólicas. Herminia levantó la
cabeza hacia el artista, que la estaba mirando como esperando su reacción.
Cuando se cruzaron sus miradas él le guiñó un ojo. Ella sonrió. Él siguió
tocando para ella.
Otro día Herminia
acudió a la plaza para escuchar el concierto de la banda. Se sentó en el mismo
sitio, presentía que el músico volvería a hablarle. Hacía un poco de viento y
con él llegaban olores de los frutales y las flores del huertecillo cercano. En
los asientos que sacaban del ayuntamiento cada domingo para el público, habían
dejado los programas de la actuación de aquél día: “En er mundo”, de Fernández
y Quintero, “Olas del Danubio”, de Ion Ivanovici, “Polca del barril de
cerveza”, popular, “El gato montés”, de Manuel Penella, “Francisco Alegre”, de Quintero, León y Quiroga, y como final, la
muy conocida “Marcha Radetzky”, de Johan Strauss, padre.
Herminia lo leyó y
reconoció algunos títulos. El saxofonista no la miraba. A ella le pareció que
no se había dado cuenta de su presencia pero no era así pues en el descanso
vino a verla.
__Hola, señorita. ¿Le
está gustando el programa?
__Sí, sí. Encuentro
unas piezas conocidas y otras no.
__¡Ah! Dígame ¿Conoce
usted ésta que vamos a tocar después?
Le mostraba el programa donde había
algo escrito a mano entre dos
líneas. Herminia lo cogió y trató de leerlo pero no entendía, pues lo escrito a
mano era: “doy clases de baile a domicilio”. Lo miró pero él se alejaba ya.
Tras muchas dudas, entendió. ¿Cómo podría decirle que sí, que aceptaba?
La música seguía
sonando, llenando el aire de la plaza y el del huerto contiguo. La inocente
música que todos podían oír sin sensación de pecado. Salvo ella, que ahora con
una propuesta casi pecaminosa en las manos, se estremecía. Bailar en su salón,
sin ojos que la criticaran, porque ya se imaginaba en los brazos de él. Brazos
fuertes que mantenían el saxofón en alto desgranando filigranas.
Con la siguiente
pieza, un pasodoble que daba fin al concierto, ya se sintió mecida por el
encanto. Él la miró un momento, esperaba una respuesta. Herminia buscó un lápiz
en su bolso y en el mismo programa escribió su dirección. Esperó que él
volviese a mirarla y le sonrió ligeramente. Empezaron los músicos a bajar del
templete y Fernando se retenía para salir el último, así que Herminia se le
acercó y mostrándole el programa donde ella había escrito algo dijo:
__Sabe usted, tengo
mucho interés en oír esta pieza.
¿Cree que algún día la podrán tocar?
Al oírlo, él creyó que
de veras hablaba de una pieza de música hasta que leyó “Plaza de San Martín. Nº
8. Bajo”… y entendió de un golpe.
__¡Oh, sí, señorita!
La tenemos en nuestro fondo de actuaciones. Muy pronto la volveremos a tocar.
__Pues será estupendo,
gracias.
Herminia se apartó de
él, que la siguió con la mirada, todavía no muy seguro de que la propuesta hubiese
caído tan bien.
... Continuará...
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