Tú
eres mi blanca Señora,
la
de los ojos de cielo,
la
de manos de azucena,
la
de miel en los cabellos.
Tú,
la que calza la luna,
el
sol viste por entero,
te
coronan las estrellas
y
te siguen los luceros;
a
quien los ángeles cantan,
a
quien llenos de respeto
con
las plumas de sus alas
te
levantan hacia el Cielo.
Yo
te miro con asombro
cuando
levantas el vuelo,
¡yo
me quedo suspirando,
y
tú te vas sonriendo!
¡Qué
clara sonrisa brilla
y
qué divinos destellos,
y
qué razón tienes Madre
para
gozar tal contento!
Porque
te acoge en sus brazos
Jesús
nuestro dulce Dueño,
¡Oh!
mi Madre, qué alegría
cuando
te veo subiendo,
subiendo,
cual nube blanca
ya
tan cerquita del Cielo.
Los
Ángeles baten palmas
y
se inclinan con respeto;
¡Tanto
te habían deseado
Reina
de mi pensamiento,
que
aún les parece que tardas
y
más se anima su vuelo!
¡Y
Tú, Madre, qué feliz!
No
es tu carroza de estrellas,
el
Rey mismo de la gloria
entre
sus brazos te lleva,
Tú
de niño le llevaste;
y
ahora Él te lo premia.
¡Tú
cuidaste su destierro
y
Él te corona de Reina!
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