SORPRESA EN LA IGLESIA
Herminia se dirigió a
la Iglesia como había dicho. Estaba llena de fieles. Entre el mar de cabezas
femeninas se distinguía alguna que otra calva masculina. Era la novena a la
Asunción de la Virgen, fiesta muy apreciada por las mujeres, aunque las de la
Pasión tenían sus devotos. Esta fiesta, aunque no se daban cuenta de ello, les
hacía esperar una buena muerte, mejor una dormición, como la de la madre que
subió al cielo en brazos de su amado hijo Jesús. Y la mayoría de las devotas
suspiraban por una muerte así.
La Iglesia era un
ascua de luz sobre un jardín de flores. Luces en lámparas y apliques de pared, candelabros
como manos abiertas. Y flores. Flores en jarrones en el altar mayor, macetas
por los laterales, guirnaldas de hojas y flores en donde se podía colgar. Una
apoteosis, un cielo en la tierra. Más flores y luces de las que vio en su vida
la Madre de Jesús.
El párroco dirigía las
oraciones, el coro cantaba, los monaguillos incensaban el altar una y otra vez.
Herminia pensó en cuánto trabajo se tomaban para mantener el rebaño reunido. Y
que a ella le hubiese gustado más poder ir al casino.
Se terminaron los
rezos y los cánticos, pero nadie se movía. Desde donde Herminia estaba,
distinguió la figura de un sacerdote, que después de hacer un saludo al altar y
otro al párroco que estaba sentado a un lado del presbiterio, subió la
escalerita del púlpito. Así que la cosa va en grande, se dijo.
Toses, carraspeos,
algunas palabras dichas al oído, toda una preparación de ambiente para
escuchar. El sacerdote, muy versado en oratoria, empezó:
_ Mi alma glorifica al
Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque hizo en mi
maravillas. Queridos hermanos, ¿Quién puede hablar de Maria sino Isabel y Juan
que saltó de gozo? y ¿qué podía
decir Ella sino alabanzas al Señor?
Herminia sintió un
golpetazo en el pecho, como si hubiera cortado el vuelo de una paloma, o de una
gaviota, pero el golpe seguía y seguía, hasta que comprendió que era su corazón
el que luchaba por echar a volar, pero estaba retenido en su pecho. Seguía
oyendo al predicador: “Eres mi auxilio y mi escudo, Tu gracia sobre mí”.
El ave voladora dentro
de su pecho le invadía los oídos, la garganta, las rodillas. Temió que su
empuje la hiciese caer al suelo. Se afirmó bien en el asiento. Si era verdad lo
que estaba sucediendo, es decir, que aquél predicador era EL MISMO de aquellos
ejercicios espirituales, de los que nadie sabía nada, no iba a descubrirse
ahora. No, no podía manifestar ninguna emoción. Ahora estaba escuchando la
devota disertación del cura. Podía, sí, recordar.
Cuando ella tenía
diecisiete años fue con diez compañeras y una profesora a un colegio de monjas
en la capital para hacer unos ejercicios espirituales. Se unieron a un gran
grupo de chicas procedentes de
algunos colegios de la misma orden. La capilla del colegio se llenaba de
muchachitas mañana y tarde, ella estaba interna. Cuando a media mañana llegaban
las externas tardaban un rato en saludos, besitos, reencuentros, hasta que una
monja del convento ponía orden y las hacía colocarse en la capilla. Cuando
habían conseguido un minuto de calma, aparecía el sacerdote, que se arrodillaba
un instante ante el sagrario y luego se sentaba ante una mesita vestida con
faldas moradas. Un pequeño foco de luz le servía para leer las tarjetas donde
llevaba preparada la predicación del día. El resto de la capilla estaba sin
luces. Sólo la claridad que entraba por las pequeñas vidrieras.
La voz pausada, clara,
convincente; la explicación aparentemente sencilla, sin artificios. Se diría
que todo era fácil de entender, de asimilar, de creer, de practicar. Tal vez
influyera en ello, para bastantes de las cabecitas que tenía por delante, el
foco de luz que era hipnotizante.
La masa se despertaba
un poco cuando a una señal del sacerdote aparecía una monja que entonaba un
canto cuya letra tenían todas en su poder. Así que el remover de papeles, algo
de luz y el canto, las espabilaba para otra hora de espiritualidad.
Como Herminia estaba
interna, pudo descubrir que el sacerdote se hospedaba en el mismo convento. Lo
vio internarse por un pasillo una noche, terminada la cena.
“!Al cielo, al
cielo, sí! ¡Un día a verla iré! Al cielo, al cielo, sí! ¡ Oh sí, yo la veré”! Herminia
se asustó. Una mujer cerca de ella cantaba con voz estentórea, unida al coro
que había entonado la canción. El sacerdote bendijo a los fieles y bajó del
púlpito. Herminia lo observó atentamente y creyó haberse equivocado. ¿Podría
ser este hombre de andar pesado, espalda cargada, pelo blanco cortado a
cepillo… el mismo?
Miró al conjunto de
fieles que iban saliendo. Felipe y su mujer, Antonia, claro que se les nota
el paso de los años, porque ella
los conoce desde… desde que pusieron la tienda de comestibles y eran jóvenes. Y
doña Gloria, la maestra, que ahora lleva un discreto bastón. Y Eladio, el
cartero, claro que sin el uniforme y la cartera de cuero parece mayor. Supongo
que sí, que este sacerdote puede ser el mismo, con la huella de los años
pasados, que son más de veinte. ¿Y yo? ¿Se me notarán a mí también los años
pasados? Claro que no soy aquella chiquilla, ¿pero podría él reconocerme? Yo
creo que sí. Si es que se acuerda. Porque habrá conocido a tantas…
Todo el rebaño fue
saliendo, casi todo personas mayores, aunque colándose entre ellos un grupo de
chiquillos que intentaba salir pronto. Habían estado demasiado tiempo quietos.
El párroco, todavía ante el altar, recibía saludos y parabienes de algunos
fieles. Se fueron apagando las luces.
Herminia tomó el
camino de su casa. Se sintió un poco débil. El susto que se había llevado aún
le demoraba los pasos. Abrió la puerta con su llave y ya dentro la cerró con el
pestillo. Matilde, que oía la radio, le preguntó si ya quería la cena. Ella
dijo que sí y que después se acostaría, le dolía la cabeza. Como Matilde no le
preguntaba nunca, pero ella la trataba como de la familia, se vio comprometida
a decirle algo que justificara su dolor de cabeza:
__No sabes lo que me
he reído con mi hermano. Como no nos vemos casi nunca, hoy ha querido recuperar
tiempo perdido y nos ha contado chistes y gracietas hasta marearnos. Y luego en
la iglesia, con tanta gente, tantas flores y luces….
Matilde notó que
Herminia había hablado más de lo que acostumbraba, así que el dolor de cabeza
era por otra causa. Le sirvió la cena, que Herminia tomó casi sin saber qué
estaba comiendo. Tenía ganas de recogerse a pensar. Se despidió de Matilde.
RECUERDOS
Ya en su cuarto con su
ropa de dormir de verano, se sentó en la butaquita, sin luz, solo la que
entraba de la plaza por el balcón. Todo el recuerdo se le vino de golpe o eso
creyó de momento, aunque la verdad es que le venían fragmentos y no sabía qué
cosa había sido antes y cuál después.
Por ejemplo: ¿Qué duda
se le presentó tan urgente de resolver que la hizo seguir al sacerdote por los
pasillos hasta su habitación? Hacía poco tiempo que su párroco le había dado
permiso para leer la Biblia, y tal vez hubo algo que no entendió. Pero ¿era tan
importante como para que él la invitase a entrar y tratara de explicarle?
Porque ella, eso sí, entró en aquella habitación estrecha y larga. A la entrada
había dos sillones tapizados en verde, duros, gastados y una mesita al pié de
una ventana de ancho alfeizar que daba a un patio trasero del convento. Más
adentro, una cama de hierro, con sus bolas doradas, un armario y otra ventana
igual, y debajo otra mesa con libros y una silla. Esto era un recuerdo visual.
Pero ¿cuando empezó él
a recitar los salmos? ¿Fue antes o después de acariciarle la nuca? ¿Estuvo ella
sentada o de pié? Quizás de pié pues veía su rostro muy cerca, con unas gotitas
de sudor en el labio superior. ¿Cuándo se había puesto aquél blusón negro, de
tipo valenciano, sobre la camisa blanca?
Sí recordaba que le
habló de Eva, la mujer hecha con una costilla de Adán, aunque también recordó
que el sacerdote le había dicho que eso era una manera de hablar, pero que él
creía más en otra explicación: que Dios había hecho un ser completo
hombre-mujer, una pieza entera y que estaba terminándola cuando apareció la
serpiente en el paraíso, a ver qué hacía Dios. Así que se distrajo un momento
sorprendido por la visita del diablo y, al partir el Ser en dos partes iguales
como era su intención, no le salió bien. Se quedó un trozo de más en un lado,
el que ya había llamado Adán, y
que ese trozo le faltó a Eva. Y que por eso, “adanes y evas”, están siempre discutiendo y buscándose.
Por la posesión de ese trozo.
Ella no había oído
nunca esta explicación y dijo:
__¡Qué raro! ¿Es
verdad?
Herminia no recordaba
bien las palabras, pero debió ser así. Que él dijera: ¿quieres que te lo
demuestre? Te diré donde Eva se quedó sin su trozo de Adán. Pero empezó un
nuevo salmo y rezaba mirando la puerta. No dejaba de mirar a la puerta. A ella
le pareció un mago pues atendía tres cosas a la vez: mirar la puerta, decir los
salmos y revolotear sus manos tocándole ya la cabeza, la espalda… Por último
fue más importante la puerta, así que la abrió con cuidado y empujó suavemente a Herminia fuera de
allí.
Debió ser así. Porque
si no ¿Cómo es que ella volvió a preguntarle por la creación de Eva?
Herminia recordó que
en un ángulo del pasillo que iba del refectorio a los dormitorios, había una gruta con una Virgen de Lourdes
y un reclinatorio. Le temblaban las piernas y se arrodilló para disimular. Pasó
una monja y dijo:
__¿No tienes bastante
con la capilla? Te van a doler las rodillas, muchacha.
Así que se levantó.
Todavía duraron los
ejercicios un día más, o sea, una mañana de sopor en la capilla semioscura y
calor, empezaba a hacer calor. De nuevo la monja apareció a dirigir el cántico
y el cura se marchó.
Herminia se lo imaginó
en su cuarto, lavándose la cara, tal vez fumando un cigarro. A él también debía
de aburrirle mucho hablar y hablar de lo mismo sin saber si alguien quería
saber otra cosa. Como ella, que quería saber de verdad cómo Dios hizo a Eva
después de hacer a Adán.
Por la tarde terminó
antes. Les dijo que recordasen sus pecados: había que hacer un acto de contrición
porque a continuación venían dos confesores.
Ella salió del banco y
se quedó en pié junto a la puerta del fondo, así que él la vio. Y cuando se
retiraba del altar ya estaban los confesores en los confesionarios para no
perder tiempo, ella salió de la capilla dispuesta a seguirlo. Mientras tanto
las chicas salieron al patio, por despejarse, porque hacer cola para confesar
se les hacía pesado. Así hubo despedidas, saluditos, “a ver cuando nos vemos
otra vez”.
Herminia hizo una
escala en la gruta de Lourdes, y luego siguió, aunque le temblaban las piernas.
Tenía ya un secreto: saber más que las demás, ya que ahora iba a terminar de
aprender algo que a las otras se les ocultaba.
Llegó a la puerta, no
estaba cerrada, pudo empujar un poco, él la vio enseguida, la hizo pasar y
cerró. No dijo “hola, muchacha. ¿Vienes a saber más?” sino que empezó a decir: “El
Señor es mi Pastor, su vara y su cayado me sostienen”, mientras le acariciaba
la nuca, con lo cual a ella le entró un ligero desmayo. La sujetó junto a la ventana.
Al poco, ella supo dónde le faltaba un trozo de materia, porque él se lo
había descubierto. Ella no sabía que era allí y comprobó que sentía esa falta,
que era cierto. Y cuando él le hizo ver el trozo de Adán que estaba dispuesto
a… no sabía si se lo daría para siempre. El caso es que se lo puso “allí” y lo
empujaba con suavidad y firmeza.
Por un momento, ella
pensó que era grande, que el que le correspondía a ella quizás lo tuviera otro
Adán más pequeño. Pero no iba a despreciarlo, así que respiró hondo y ¡Oh,
Dios! Aquél trozo no era como un trozo de brazo o pierna, aquello tenía su
propio corazón porque latía con fuerza. Pero además, Herminia estaba aturdida
porque el recitaba una frase tras otra: “Aunque haya de transitar por valle
tenebroso, tu vara y tu cayado me confortarán”. “Alzad, oh puertas, vuestros
dinteles para que entre el Rey”.”Amo Señor, tu morada y el lugar donde reside tu Gloria”.
Herminia estaba
confundida. El “corazón” que latía cerca de su corazón, las palabras que le
inundaban los oídos, el olor a hierba seca que le llegaba y las manos, las
grandes manos de él que la sujetaban por uno y otro lado, para que no se
cayera.
¿Pero de qué servía un
ser completo? Estaba muy bien pero ¿cómo se cogía un tenedor o un libro,
teniendo el otro rostro tan cerca? ¿O aquella completitud era solo de cintura
para abajo? Estas dudas se resolvieron de un tirón cuando sonó la campana de la
capilla llamando al Rosario a las monjas.
Como si hubieran
estado en una burbuja de cristal que se hubiera roto con aquél sonido, el cesó
de hablar, de moverse. Tiró hacia atrás del “préstamo”, pues era un préstamo
por cierto el corazón aquél. Volvió a la muchacha de cara a la ventana para que
se apoyara de codos en el alfeizar. Fue a su armario y regresó con dos pañuelos
blancos. Con gesto decidido y eficaz los puso desdoblados entre las piernas de
la chica, le ajustó la ropa, y le trajo un vaso con agua.
Otro salmo más,
mientras se acercaba a la puerta para escuchar si pasaba alguien. Tomó a
Herminia de la mano y la puso en el pasillo. Sólo ahora le habló:
__Vete al patio para
que te dé el aire fresco, pasea un poco. Dios te ama.
Terminaron los rezos
en al capilla después de que los confesionarios se quedaron sin penitentes. Una
Salve cantada por todos, con todas las luces encendidas y todas las monjas del
convento animando el canto con voz segura.
... Continuará...
... Continuará...
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