miércoles, 6 de agosto de 2014

EL LIBRO DE LOS SALMOS. Capítulos 31 y 32




SORPRESA EN LA IGLESIA

Herminia se dirigió a la Iglesia como había dicho. Estaba llena de fieles. Entre el mar de cabezas femeninas se distinguía alguna que otra calva masculina. Era la novena a la Asunción de la Virgen, fiesta muy apreciada por las mujeres, aunque las de la Pasión tenían sus devotos. Esta fiesta, aunque no se daban cuenta de ello, les hacía esperar una buena muerte, mejor una dormición, como la de la madre que subió al cielo en brazos de su amado hijo Jesús. Y la mayoría de las devotas suspiraban por una muerte así.
La Iglesia era un ascua de luz sobre un jardín de flores. Luces en lámparas y apliques de pared, candelabros como manos abiertas. Y flores. Flores en jarrones en el altar mayor, macetas por los laterales, guirnaldas de hojas y flores en donde se podía colgar. Una apoteosis, un cielo en la tierra. Más flores y luces de las que vio en su vida la Madre de Jesús.
El párroco dirigía las oraciones, el coro cantaba, los monaguillos incensaban el altar una y otra vez. Herminia pensó en cuánto trabajo se tomaban para mantener el rebaño reunido. Y que a ella le hubiese gustado más poder ir al casino.
Se terminaron los rezos y los cánticos, pero nadie se movía. Desde donde Herminia estaba, distinguió la figura de un sacerdote, que después de hacer un saludo al altar y otro al párroco que estaba sentado a un lado del presbiterio, subió la escalerita del púlpito. Así que la cosa va en grande, se dijo.
Toses, carraspeos, algunas palabras dichas al oído, toda una preparación de ambiente para escuchar. El sacerdote, muy versado en oratoria, empezó:
_ Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque hizo en mi maravillas. Queridos hermanos, ¿Quién puede hablar de Maria sino Isabel y Juan que saltó de gozo? y ¿qué podía  decir Ella sino alabanzas al Señor?

Herminia sintió un golpetazo en el pecho, como si hubiera cortado el vuelo de una paloma, o de una gaviota, pero el golpe seguía y seguía, hasta que comprendió que era su corazón el que luchaba por echar a volar, pero estaba retenido en su pecho. Seguía oyendo al predicador: “Eres mi auxilio y mi escudo, Tu gracia sobre mí”.
El ave voladora dentro de su pecho le invadía los oídos, la garganta, las rodillas. Temió que su empuje la hiciese caer al suelo. Se afirmó bien en el asiento. Si era verdad lo que estaba sucediendo, es decir, que aquél predicador era EL MISMO de aquellos ejercicios espirituales, de los que nadie sabía nada, no iba a descubrirse ahora. No, no podía manifestar ninguna emoción. Ahora estaba escuchando la devota disertación del cura. Podía, sí, recordar.
Cuando ella tenía diecisiete años fue con diez compañeras y una profesora a un colegio de monjas en la capital para hacer unos ejercicios espirituales. Se unieron a un gran grupo de chicas procedentes  de algunos colegios de la misma orden. La capilla del colegio se llenaba de muchachitas mañana y tarde, ella estaba interna. Cuando a media mañana llegaban las externas tardaban un rato en saludos, besitos, reencuentros, hasta que una monja del convento ponía orden y las hacía colocarse en la capilla. Cuando habían conseguido un minuto de calma, aparecía el sacerdote, que se arrodillaba un instante ante el sagrario y luego se sentaba ante una mesita vestida con faldas moradas. Un pequeño foco de luz le servía para leer las tarjetas donde llevaba preparada la predicación del día. El resto de la capilla estaba sin luces. Sólo la claridad que entraba por las pequeñas vidrieras.
La voz pausada, clara, convincente; la explicación aparentemente sencilla, sin artificios. Se diría que todo era fácil de entender, de asimilar, de creer, de practicar. Tal vez influyera en ello, para bastantes de las cabecitas que tenía por delante, el foco de luz que era hipnotizante.
La masa se despertaba un poco cuando a una señal del sacerdote aparecía una monja que entonaba un canto cuya letra tenían todas en su poder. Así que el remover de papeles, algo de luz y el canto, las espabilaba para otra  hora de espiritualidad.
Como Herminia estaba interna, pudo descubrir que el sacerdote se hospedaba en el mismo convento. Lo vio internarse por un pasillo una noche, terminada la cena.

­­“!Al cielo, al cielo, sí! ¡Un día a verla iré! Al cielo, al cielo, sí! ¡ Oh sí, yo la veré”! Herminia se asustó. Una mujer cerca de ella cantaba con voz estentórea, unida al coro que había entonado la canción. El sacerdote bendijo a los fieles y bajó del púlpito. Herminia lo observó atentamente y creyó haberse equivocado. ¿Podría ser este hombre de andar pesado, espalda cargada, pelo blanco cortado a cepillo… el mismo?
Miró al conjunto de fieles que iban saliendo. Felipe y su mujer, Antonia, claro que se les nota el  paso de los años, porque ella los conoce desde… desde que pusieron la tienda de comestibles y eran jóvenes. Y doña Gloria, la maestra, que ahora lleva un discreto bastón. Y Eladio, el cartero, claro que sin el uniforme y la cartera de cuero parece mayor. Supongo que sí, que este sacerdote puede ser el mismo, con la huella de los años pasados, que son más de veinte. ¿Y yo? ¿Se me notarán a mí también los años pasados? Claro que no soy aquella chiquilla, ¿pero podría él reconocerme? Yo creo que sí. Si es que se acuerda. Porque habrá conocido a tantas…
Todo el rebaño fue saliendo, casi todo personas mayores, aunque colándose entre ellos un grupo de chiquillos que intentaba salir pronto. Habían estado demasiado tiempo quietos. El párroco, todavía ante el altar, recibía saludos y parabienes de algunos fieles. Se fueron apagando las luces.
Herminia tomó el camino de su casa. Se sintió un poco débil. El susto que se había llevado aún le demoraba los pasos. Abrió la puerta con su llave y ya dentro la cerró con el pestillo. Matilde, que oía la radio, le preguntó si ya quería la cena. Ella dijo que sí y que después se acostaría, le dolía la cabeza. Como Matilde no le preguntaba nunca, pero ella la trataba como de la familia, se vio comprometida a decirle algo que justificara su dolor de cabeza:
__No sabes lo que me he reído con mi hermano. Como no nos vemos casi nunca, hoy ha querido recuperar tiempo perdido y nos ha contado chistes y gracietas hasta marearnos. Y luego en la iglesia, con tanta gente, tantas flores y luces….

Matilde notó que Herminia había hablado más de lo que acostumbraba, así que el dolor de cabeza era por otra causa. Le sirvió la cena, que Herminia tomó casi sin saber qué estaba comiendo. Tenía ganas de recogerse a pensar. Se despidió de Matilde.

RECUERDOS

Ya en su cuarto con su ropa de dormir de verano, se sentó en la butaquita, sin luz, solo la que entraba de la plaza por el balcón. Todo el recuerdo se le vino de golpe o eso creyó de momento, aunque la verdad es que le venían fragmentos y no sabía qué cosa había sido antes y cuál después.
Por ejemplo: ¿Qué duda se le presentó tan urgente de resolver que la hizo seguir al sacerdote por los pasillos hasta su habitación? Hacía poco tiempo que su párroco le había dado permiso para leer la Biblia, y tal vez hubo algo que no entendió. Pero ¿era tan importante como para que él la invitase a entrar y tratara de explicarle? Porque ella, eso sí, entró en aquella habitación estrecha y larga. A la entrada había dos sillones tapizados en verde, duros, gastados y una mesita al pié de una ventana de ancho alfeizar que daba a un patio trasero del convento. Más adentro, una cama de hierro, con sus bolas doradas, un armario y otra ventana igual, y debajo otra mesa con libros y una silla. Esto era un recuerdo visual.
Pero ¿cuando empezó él a recitar los salmos? ¿Fue antes o después de acariciarle la nuca? ¿Estuvo ella sentada o de pié? Quizás de pié pues veía su rostro muy cerca, con unas gotitas de sudor en el labio superior. ¿Cuándo se había puesto aquél blusón negro, de tipo valenciano, sobre la camisa blanca?
Sí recordaba que le habló de Eva, la mujer hecha con una costilla de Adán, aunque también recordó que el sacerdote le había dicho que eso era una manera de hablar, pero que él creía más en otra explicación: que Dios había hecho un ser completo hombre-mujer, una pieza entera y que estaba terminándola cuando apareció la serpiente en el paraíso, a ver qué hacía Dios. Así que se distrajo un momento sorprendido por la visita del diablo y, al partir el Ser en dos partes iguales como era su intención, no le salió bien. Se quedó un trozo de más en un lado, el  que ya había llamado Adán, y que ese trozo le faltó a Eva. Y que por eso, “adanes y evas”,  están siempre discutiendo y buscándose. Por la posesión de ese trozo.
Ella no había oído nunca esta explicación y dijo:
__¡Qué raro! ¿Es verdad?

Herminia no recordaba bien las palabras, pero debió ser así. Que él dijera: ¿quieres que te lo demuestre? Te diré donde Eva se quedó sin su trozo de Adán. Pero empezó un nuevo salmo y rezaba mirando la puerta. No dejaba de mirar a la puerta. A ella le pareció un mago pues atendía tres cosas a la vez: mirar la puerta, decir los salmos y revolotear sus manos tocándole ya la cabeza, la espalda… Por último fue más importante la puerta, así que la  abrió con cuidado y empujó suavemente a Herminia fuera de allí.
Debió ser así. Porque si no ¿Cómo es que ella volvió a preguntarle por la creación de Eva?
Herminia recordó que en un ángulo del pasillo que iba del refectorio  a los dormitorios, había una gruta con una Virgen de Lourdes y un reclinatorio. Le temblaban las piernas y se arrodilló para disimular. Pasó una monja y dijo:
__¿No tienes bastante con la capilla? Te van a doler las rodillas, muchacha.
Así que se levantó.

Todavía duraron los ejercicios un día más, o sea, una mañana de sopor en la capilla semioscura y calor, empezaba a hacer calor. De nuevo la monja apareció a dirigir el cántico y el cura se marchó.
Herminia se lo imaginó en su cuarto, lavándose la cara, tal vez fumando un cigarro. A él también debía de aburrirle mucho hablar y hablar de lo mismo sin saber si alguien quería saber otra cosa. Como ella, que quería saber de verdad cómo Dios hizo a Eva después de hacer a Adán.

Por la tarde terminó antes. Les dijo que recordasen sus pecados: había que hacer un acto de contrición porque a continuación venían dos confesores.
Ella salió del banco y se quedó en pié junto a la puerta del fondo, así que él la vio. Y cuando se retiraba del altar ya estaban los confesores en los confesionarios para no perder tiempo, ella salió de la capilla dispuesta a seguirlo. Mientras tanto las chicas salieron al patio, por despejarse, porque hacer cola para confesar se les hacía pesado. Así hubo despedidas, saluditos, “a ver cuando nos vemos otra vez”.
Herminia hizo una escala en la gruta de Lourdes, y luego siguió, aunque le temblaban las piernas. Tenía ya un secreto: saber más que las demás, ya que ahora iba a terminar de aprender algo que a las otras se les ocultaba.
Llegó a la puerta, no estaba cerrada, pudo empujar un poco, él la vio enseguida, la hizo pasar y cerró. No dijo “hola, muchacha. ¿Vienes a saber más?” sino que empezó a decir: “El Señor es mi Pastor, su vara y su cayado me sostienen”, mientras le acariciaba la nuca, con lo cual a ella le entró un ligero desmayo. La sujetó junto a la ventana. Al poco, ella supo dónde le faltaba un trozo de materia, porque él se lo había descubierto. Ella no sabía que era allí y comprobó que sentía esa falta, que era cierto. Y cuando él le hizo ver el trozo de Adán que estaba dispuesto a… no sabía si se lo daría para siempre. El caso es que se lo puso “allí” y lo empujaba con suavidad y firmeza.
Por un momento, ella pensó que era grande, que el que le correspondía a ella quizás lo tuviera otro Adán más pequeño. Pero no iba a despreciarlo, así que respiró hondo y ¡Oh, Dios! Aquél trozo no era como un trozo de brazo o pierna, aquello tenía su propio corazón porque latía con fuerza. Pero además, Herminia estaba aturdida porque el recitaba una frase tras otra: “Aunque haya de transitar por valle tenebroso, tu vara y tu cayado me confortarán”. “Alzad, oh puertas, vuestros dinteles para que entre el Rey”.”Amo Señor, tu morada  y el lugar donde reside tu Gloria”.

Herminia estaba confundida. El “corazón” que latía cerca de su corazón, las palabras que le inundaban los oídos, el olor a hierba seca que le llegaba y las manos, las grandes manos de él que la sujetaban por uno y otro lado, para que no se cayera.
¿Pero de qué servía un ser completo? Estaba muy bien pero ¿cómo se cogía un tenedor o un libro, teniendo el otro rostro tan cerca? ¿O aquella completitud era solo de cintura para abajo? Estas dudas se resolvieron de un tirón cuando sonó la campana de la capilla llamando al Rosario a las monjas.
Como si hubieran estado en una burbuja de cristal que se hubiera roto con aquél sonido, el cesó de hablar, de moverse. Tiró hacia atrás del “préstamo”, pues era un préstamo por cierto el corazón aquél. Volvió a la muchacha de cara a la ventana para que se apoyara de codos en el alfeizar. Fue a su armario y regresó con dos pañuelos blancos. Con gesto decidido y eficaz los puso desdoblados entre las piernas de la chica, le ajustó la ropa, y le trajo un vaso con agua.
Otro salmo más, mientras se acercaba a la puerta para escuchar si pasaba alguien. Tomó a Herminia de la mano y la puso en el pasillo. Sólo ahora le habló:
__Vete al patio para que te dé el aire fresco, pasea un poco. Dios te ama. 

Terminaron los rezos en al capilla después de que los confesionarios se quedaron sin penitentes. Una Salve cantada por todos, con todas las luces encendidas y todas las monjas del convento animando el canto con voz segura. 


... Continuará...

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