Llegó la fiesta. Era digno de ver como habían puesto el
altar: Flores en jarrones plateados, candelabros en pequeñas repisas
intermedias; manteles de altar, de encaje desde luego. Lo propio para celebrar
nueve bodas juntas, sin contar la mía ni la de Paquita.
Delante del altar, un sillón de respaldo alto pintado y
dorado para el sacerdote que nos preguntaría:
_¿Queréis...?
Para las
santas novias habían puesto unos reclinatorios vestidos de blanco. Todo quedaba precioso.
A los dos lados del altar unos sillones respetables de alto
respaldo para las madres principales, que hoy llevaban batas nuevas y algo como
un velo en la cabeza, no el pañuelo de diario.
Cuando nos indicaron, empezamos a salir en fila desde la
sacristía a ocupar los reclinatorios. Eran cuatro delante y cinco detrás. Yo
iba la tercera de la segunda fila.
Al salir a la capilla, al público, enseguida distinguí a mi
padre y a mi madre y les tiré un besito. Alguien se rió por esto. Pero mi
sorpresa fue que en el mismo banco estaban Javier y sus padres.
Empezó la ceremonia, no sé que
latines y bendiciones. El incienso me daba ganas de estornudar.
Y yo empecé a acordarme de que aquel chico que vino a
hablar con mi padre para poder hablar conmigo y mi padre no se lo permitió porque:
yo “no sabía tomar decisiones”.
Me volvió aquel disgusto, y los rezos, cantos, bendiciones,
novias que suben al altar a hablar con el cura aquellas difíciles palabras que
yo no aprendí, me estaban aburriendo mucho.
El cura llevaba una pesada capa que fue dorada alguna vez,
pero estaba gastada y algo sucia.
Las “novias ”volvían a su sitio con la cara enrojecida de
emoción (vaya usted a saber porqué).
De pronto recordé que Javier había dicho de hacernos novios
y después casarnos. Esto empezó a cosquillearme y antes de que me llamasen para
ir al altar, me levanté y fui al banco donde estaban todos: Javier me dejó
sitio a su lado, mi madre alargaba la cabeza para oír. Yo le dije a Javier:
_¿Tú no querías casarte conmigo?
Yo no sabía lo tímido que es Javier, pero aun me contestó:
_Yo sí quería casarme contigo.
_Pues vente, que este cura nos va a casar, ya veras.
Le cogí de la mano y lo llevé al altar justo en el momento
que la Maestra me nombraba, con una
voz muy teatral.
Nos arrodillamos ante el cura, que me escuchó atentamente a
pesar de su sorpresa.
_Mire Padre, yo no quiero ser monja, ni esposa de
Jesucristo cómo esas. Yo quiero casarme con este muchacho que me quiere: así
que puede usted darnos la bendición ¿verdad? Yo soy Julia, amo a Javier y
quiero ser su esposa.
Le di un codazo a Javier que reaccionó y dijo:
_Yo soy Javier, amo a Julia y quiero ser su esposo.
_Padre diga ya las bendiciones.
El
cura sudaba, le caían las gotas por las mejillas hundidas.
Yo saqué mi pañuelito de la manga. Él
lo cogió y se lo pasó por los ojos. Luego dijo:
_Yo veo muy bien que os améis y deseéis
casaros, pero no en este momento: hay que tener los documentos, el cursillo y
publicar las amonestaciones...
Al oír esta palabra supe que habíamos
dado en hueso.
Y para no molestar más dije:
Vámonos Javier, que aquí valen más
los papeles que las personas.
Nos fuimos a sentar en el banco.
Mi padre había desaparecido. Mi madre
lloraba sin disimulo y los padres de Javier se miraban y sonreían, creo que
estaban divertidos, pero yo sólo notaba mi enfado porque si no llego a darme
cuenta de que las palabras que decía el cura eran para hacerme monja y que por poco caigo en la
trampa...
En la capilla hubo un pequeño desorden.
Los que cantaban los motetes en el coro
no sabían si habían terminado y como quedaban dos novias, volvieron a empezar.
Las madres monjas, con mal disimulado
cuchicheo, desde el altar me señalaban. Al fin una se decidió a venir despacito
por el pasillo para decirme:
_Julia, tienes que ir a quitarte el
vestido.
Se me ocurrió fastidiarla un poquito:
_Pues sáqueme del guardarropa el
vestido que traía cuando vine.
Claro está que no habían pensado en
ello y estaría en mi maletita en algún desván.
Así que salí vestida de novia, entre el
público, del brazo de un muchacho. Y mi madre lavada la cara con los
lagrimones, huyendo de sus amigas, buscando a mi padre que huía delante. Habían
pasado una vergüenza muy grande.
Y es que no puede darse gato por
liebre, de esa manera, a una hija.
Después de esto he aprendido mucho y en
adelante sabré: TOMAR DECISIONES.
FIN
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