martes, 20 de diciembre de 2011



EL CIRCO

Inspirado en la "Sinfonía nº2", de Beethoven


El circo. Hay expectación. Las gradas llenas de público, la pista llena de luz. Se abren las cortinas y salen dos payasos discutiendo y jugando. Hacen chistes sobre sus ropas de colores tan estrafalarios, sus zapatos enormes. Y como si nada les costase esfuerzo, hacen ejercicios de equilibrio sobre una silla, cada vez más difíciles, en una exhibición de arte y humor. La gente está entusiasmada, se hace patente su admiración.

Los payasos se sientan entre el público y fingen una animada conversación: están esperando que entre a la “ecuyêre”. Esta es una chica de aspecto abstraído que va de pie en un caballo. Va vestida con una corta túnica de gasa blanca. Dan vueltas al borde de la pista, mirando hacia abajo, como si fueran por un sendero del campo.

Al encontrar un aro que tiene que atravesar (lo sostiene un chico desde un pilar), y volver a estar de pie en el caballo, lo hace con tanta sencillez como si evitase un guijarro en el suelo.

Siguen los obstáculos, pero ella no mira al público, no sonríe, parece lejana y absorta.

Aparece ahora el prestidigitador, un muchacho que quiere embromarla o hacerle decir algo: le tira los bolos, que ella recoge y devuelve con pericia pero casi sin mirarle.

Los payasos hacen comentarios como si fueran el público.

Al fin la chica finge estar cansada del juego, no recoge los bolos y se va con el caballo. El chico se enfada y se va también.

Aparecen los trapecistas derrochando pompa y simpatía. Uno de ellos, el más hábil de todos, viste un traje ajustado lleno de brillos; la capa lujosa, un turbante ostentoso. Es el falso lujo del circo. Se pasea recibiendo aplausos. Se despoja de sus adornos y se encarama por la cuerda del trapecio. Lo prueba, balanceándose hábilmente. Parece una niña feliz en un columpio, hace piruetas. Aparecen sus compañeros con mallas blancas y juegan como si lo quisieran derribar. Se afianzan en los trapecios e intentan invadir el terreno del estupendo trapecista. Poco apoco se van integrando los cuatro, primero dos a dos, luego tres y al fin se sitúan para hacer un difícil juego de cuatro con salto mortal.

El público aplaude con admiración.

Entretanto aparece el mago, con sus mesitas cubiertas de paños negros. Como si lo hiciera sólo por diversión, hace juegos con pañuelos de colores, saca flores de un bastón y de un sombrero saca una paloma que lleva en las patas unas cintas de colores que al volar forman un arco iris. Sigue con juegos de cartas muy sencillos, pero al terminar de barajar una vez más, sale de la baraja un espejito de mango y se lo regala a una niña de la primera fila.

Aparecen ocho patinadoras con vestidos cortos: celeste y plata. Vienen cogidas de la mano formando eses, luego círculos de a cuatro y después una rueda grande. Por último, una torre de tres sobre cinco y así dan unas vueltas. Cuando se van bajando vuelven a cogerse de la mano y, formando una cadena, se retiran.

Al otro extremo de la pista ya están los mozos transportando rejas con las que forman una gran jaula redonda y un pasillo para los leones y panteras. Actúan deprisa por la costumbre de hacerlo cada día. Un capataz revisa con un martillito cada ensamblaje.

Entretanto la orquestina toca una música muy alegre de jotas.

Cuando todo está preparado, la música anuncia al domador, que aparece corriendo, sonriente, presumido, guapo. Parece decir: miradme bien ¡qué lástima si me dañase un león! Se mete en la jaula y hace pasar a sus animales; les da un golpecito amistoso para demostrar lo pacíficos que son y lo bien que se llevan, aunque luego los pondrá nerviosos y rugientes.

Primero los hace correr en círculo, luego saltar de un banquillo a otro; después prepara el aro de fuego. Al ver esto, los animales protestan con rugidos y zarpazos en el aire. Pero él conoce su trabajo y le obedecen.

Luego, con unos golpecitos amistosos, uno a uno les hace echarse en el suelo, como relajados o dormidos, en distintas posturas, uno incluso con las cuatro patas arriba. El público contiene el aliento, nadie habla. Y en medio de este silencio, el domador simula que le dice algo al oído a cada animal, y estos se levantan sin hacer ruido y salen por el pasillo, uno tras otro, como colegialas bien educadas.

Cuando todos los animales se han ido, el domador saluda feliz de que, una vez más, su peligroso trabajo haya salido bien, recibiendo el premio de los aplausos.

Los payasos que estaban allí todavía, salen a la pista haciendo aparatosos comentarios de las habilidades de los artistas y vuelven al interior diciendo una y otra vez: ¡Qué bonito, mañana venimos otra vez!

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