lunes, 23 de enero de 2012

UNA VISITA AL MUSEO

Cuento inspirado en el Concierto de Violín y orquesta,
de Tchaikovsky


Mi ciudad se llama Almatrona y aunque no es muy grande, disfrutamos de un buen museo. Está ubicado en una calle señorial de estilo decimonónico, en un edificio de gran prestancia y clase. La calle es ancha, con árboles y mucho tráfico. Los ventanales del museo dan a un pequeño jardín de césped y árboles que separa el edificio de la calle.
En mi primera visita pude comprobar el gran número de salas que allí había. La directora del Liceo a donde yo estudiaba había organizado una visita escolar. Nos repartimos para ver las salas a gusto. La de arqueología no me interesó, con sus fragmentos de huesos, armas prehistóricas o vasijas recompuestas. Las salas dedicadas a la pintura eran magníficas según los expertos, pero lo que a mí me atraía verdaderamente la atención era la sala dedicada a la escultura.
Empecé a ver la sala aquella, era la cuarta o quinta que veíamos. Tenía el suelo de mármol pulido trabajado en dibujos, varios muebles de estilo con algún florero encima, y en otros, relojes o piezas de bronce. También había alguna delicada cerámica.
En la pared varias hornacinas. En cada una había una estatua o figura de personas que debieron ser famosas tal vez. Unos pequeños rótulos al pie daban sus nombres y me puse a leerlos uno a uno. Los ropajes parecían indicar las épocas en las que habían vivido; también algún atributo que portaban en sus manos, tales como un sable o un arco. Uno de ellos tenía una decidida cara de romano y corta túnica; otra representaba un caballero con armadura medieval y espada corta; y la última una dama con sobrio vestido en cuyo borde, tallada en la misma piedra, se veía una rosa junto a sus pies.
Poco a poco se me fueron haciendo rostros familiares. Podía imaginarme a quienes representaban, e incluso a los modelos que habían servido al escultor, cambiando con él algunas palabras y la devoción por el personaje que les había hecho prestar su presencia para el artista. Los miraba, ya de frente, ya de perfil, observaba la postura de la mano, el modo de sostener un objeto, su intención.
Punto por punto se iba perdiendo para mí su petrificación y los percibía como con una respiración contenida.
Fue entonces cuando se fraguó el milagro; al mirar al guerrero medieval una vez más vi en sus ojos el brillo de una mirada viva. Me hice a un lado creyendo que la luz cambiante de la tarde sería la causa, pero no, aquella sensación seguía y crecía. No sólo brillaban sus ojos sino que seguían a los míos buscando ser comprendidos ¡sí! Un punto más y vi que aquellos rostros eran la máscara de alguien que vivía y se cubría de un misterioso modo con aquella envoltura de piedra.
Sin saber cómo, mi pensamiento y mi vista buscaron los ojos del caballero de la armadura. Ahora sí, el rostro
era una máscara blanda que se desprendió dejando ver el semblante de un hombre joven aún, pero curtido, que me miraba con una mezcla de arrobo y desesperación. De su boca empezaron a brotar sonidos, de los que más por el tono que por el lenguaje, entendí:
-¡Amada mía, ven a mí! ¡Por fin te encuentro! ¡La espera no ha sido en vano! Te amé desde aquella vez que te vi y no pude hablarte. ¡Qué loco fui obedeciendo aquellas malditas leyes de señores y vasallos! ¡Te amé y te amo! Le rogué a Dios que me reservara vida para verte de nuevo y amarte para siempre. Me lo concedió a cambio de esperar en este cuerpo de piedra que has visto; pero estoy vivo, amada mía, y sólo falta que tú pongas de tu parte para que nuestro amor sea eterno!
Todo cuanto había alrededor se había borrado a mis ojos y sólo aquel rostro demudado, ansioso y sus palabras por mí nunca oídas, me atraían hasta hacerme perder la noción del tiempo y del espacio.
Me sentí arrebatada por aquel amor que posiblemente yo también había sentido en otra vida por él y le tendí mis manos para preguntarle:
-¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Para qué me esperas?
Él me dijo:
-Tienes que venir a mi mundo.
-¿Qué mundo?
-Este donde yo estoy. ¡Para amarte siempre tendrás que estar a mi lado!
Aquella voz era tan amante que mis manos, mi garganta y mis ojos se iban tras él; sólo en el fondo del cerebro algo como un peso decía:
-¡NO! ¡NO! ¿No ves que es una ilusión del momento?
Yo seguía preguntando:
-¿Dime amor, qué tengo que hacer para unirme a ti? ¡Ya veo que este era el momento justo de que nos uniéramos!
Me dijo;
-¡Abrázame fuerte y no temas encontrar la dureza de la piedra! Dentro estoy yo, que te amo hace siglos, pero ¡pronto! El momento se escapa, decídete.
-Y, ¿qué pasará luego? -pregunté para que su respuesta sacara de mi cerebro aquel peso que me decía ¡No! ¡No!
Él me dijo:
-La piedra se fundirá como cera y te envolverá, así pronto serás una estatua viviente, como yo, y estaremos siempre juntos.
Por mi nuca sentí como una gota fría, y al mismo tiempo me acosó una duda:
-¿Y si nos separan? ¿cómo dices? ¿para estar junto a ti he de volverme estatua? ¿y tú? ¿no eres tú el que debe volver a mi mundo?
-No puede ser, solo se me ha concedido tenerte al alcance de mi vista por siempre si te vienes a este mundo. Si me quieres ¡ven y abrázame fuerte!
Puse mi mano en la suya, que empuñaba una espada; esperaba sentir el calor humano que su rostro irradiaba aún.
-Pero ¡tiene que haber otra solución!; ¡Ven tú a mi mundo, respira, vive! Sé que te amé alguna vez, pero estás equivocado, no se realiza el amor en este mundo de piedra; habrás olvidado algo. ¡Tienes que vivir!
-¡No, no! ¡Sólo tú puedes dar el paso decisivo y el tiempo concedido se va!
Sentí el frío de la piedra a través de mi piel, aumentando la sensación de aquél pensamiento que me decía ¡no, no!
Él insistía
-Sólo tú puedes venir a mi encuentro, recibir mi amor de siglos.
Pero yo seguía dudando; si me convertía en estatua, ¿quién me aseguraba permanecer allí? Yo soy sólo una estudiante de baile, una desconocida...
-¡Deja ese mundo y ven! ¡Hace siglos que te espero, y te aseguro que sólo por el amor merece vivirse!
-¡No puedo! Dije -no entiendo este amor lejano, ni esta vida fría. Te amo, sí, pero no puedo decidirme. No sé quién eres, quién fui yo, ni lo que seríamos en adelante; ¡espera un poco, déjame pensar para decidir!
-¡No puedo esperar, el minuto mágico está pasando! ¡Siento que la envoltura de piedra que se ablandó ante ti me oprime de nuevo. Me pesa el rostro, y con mis manos no te siento, apenas puedo hablar! ¡Amada mía no me olvides¡ ¡Te he esperado tanto!
Yo seguía mirándolo y segundo a segundo la dureza de la piedra lo invadió. Sólo quedaba el brillo de los ojos y un rictus de ansiedad en la boca. Después aquello también se perdió y todo volvió a su rigidez primera.
Una oleada de frío bajó de mi frente hasta mis pies. Me había quedado sola en aquella sala y la luz del atardecer era débil ya.
Como quien sale de un sueño di un suspiro, y ya iba a seguir a la siguiente sala cuando un pensamiento me asaltó, no la mente, sino que me oprimía el pecho cortándome la respiración.
Ahora dudé. ¿Habría sido sólo un sueño? ¿o tal vez fue verdad que aquel alma me estuvo hablando?.
 Volví a contemplar la figura, de que me hubiese hablado sí podía dudar, pero no de que su espíritu flotaba allí y que de algún modo había contactado con mi alma. Lo miré largamente y ya sin ofuscación me pregunté quién habría sido.
No quise mirar al pie de la estatua porque un nombre no me habría aclarado nada, y seguí preguntándome ¿quién fue? ¿a quién sirvió con aquella indumentaria? ¿a quién amó, a quién miró con aquellos amorosos ojos que por un instante creí ser para mí? ¿por qué su espíritu vagaba cerca de
allí en busca de nuevo mi amor? ¿era aquella una situación de premio o de castigo por algo de su vida?
No pudo llevarme a su mundo de piedra ¿Qué sería ahora de aquel amante frustrado? Me acerque un poco más y apoyé la frente en su pie pero no me vino la respuesta.
Luego me fijé en la mujer del largo vestido tallado en la piedra y en la rosa a su pie. ¿Qué hizo en la vida? Ningún otro símbolo me dejaba entrever qué o quién había sido. ¿Quería decir aquella rosa que fue tan hermosa que las rosas no podían ponerse a su altura? ¿tal vez que fue una artista admirada hasta alfombrar su camino de rosas?... ¿o que le fue ofrecido un título cuyo símbolo era la rosa, o que su espíritu, remontándose a otras bellezas dejaba atrás las codiciadas bellezas caducas?
También me preguntaba, ¿Quién la amó? Tal vez muchos, ¿En qué dejaba translucir su espíritu exquisito? ¿tal vez la poesía?, ¿la escena?
Sentí una paz especial cuando con devota admiración hacia no sé qué toqué su vestido de piedra, que el escultor había reproducido con dignidad.
Me transmitió un algo sutil por lo que comprendí que su mérito estuvo en crear o transmitir la belleza. Le dije: "¡gracias!". Me acerqué luego al arquero y allí sentí penetrarme la fuerza de su espíritu, su recia voluntad, su ansia de libertad justa, su amor a los demás y a la tierra que divisaban sus ojos, su orgullo bueno.
También le dije:
-¡Gracias!, sé que lo hiciste bien y aún dura tu obra.
Miré las otras figuras. Como si de una tenue respiración se tratase parecía trascender hasta mí la valía, el saber, la honradez, la decisión, el desinterés, la fuerza. Y sentí por todos aquellos un profundo respeto, admiración y agradecimiento.
Cerca estaba de la puerta que daba al jardincillo de césped y árboles que separaban aquella sala de la gran avenida por la que pasaban docenas de coches. Me acerqué a un ventanal y vi que estaba lloviznando. Me di cuenta porque en el césped las gotitas de agua reflejaban las luces de la calle.
Volví a mirar las estatuas. Aún sentía en mi alma aquel amor dilatado, sin fronteras de tiempo y espacio en que me había sentido envuelta. ¿Qué podía hacer yo? Yo, una estudiante de ballet con el que esperaba expresar mi idea de la belleza. Yo, una simple joven que empezaba a aprender otros lenguajes. Sentí de nuevo que todos ellos estaban allí así que quise darles de mí lo que pudiera. Me quité los zapatos, y como ante el más exigente público en día de estreno, me lancé a bailar con toda la fuerza de mi corazón,
Quería obsequiarles con todas las posturas y movimientos que conocía (en la megafonía del Museo sonaba, apenas perceptible, el "Concierto de violín y orquesta, de Tchaikovsky") y así, dejándome llevar de aquellas dulcísimas notas, hice cuanto sabía. Bailé descalza sobre el suelo de mármol, sentía el frío en los pies, pero no me apartó del ánimo agradecido ni de la idea de mi mente. Bailé como una ofrenda ritual a aquellos espíritus que percibía presentes. ¡Cómo sentía que mi torpeza de aprendiza restara belleza a la conjunción música y danza!
Pero lo hice con amor y Ellos lo sabían. De pronto sentí soledad ¿Qué hacía yo allí, por qué estaba sola? ¿y todas las que habían venido conmigo, mis compañeras, mi maestra? Deprisa y con miedo me puse los zapatos y eché a andar por la sala contigua; cuadros, bronces, tapices, alguna imagen de madera mutilada, ¡Ah! Habíamos venido a ver el museo pero, ¿dónde estaban las demás? ¿qué hora era? Me asusté, y casi corría cuando un vigilante me tranquilizó:
 -Señorita, están un poco más allá, no se preocupe.
Creo que me había estado observando todo el tiempo y esperaba que me despertase para guiarme a la salida. Con pasos sigilosos me fui acercando a mis compañeras; observé y no parecía que nadie se hubiera dado cuenta de mi tardanza. El grupo se me antojó distante, desconocido, un montón de criaturas escuchando las más o menos doctas explicaciones del guía. Me asaltó el recuerdo de la voz angustiada de mi amante que había esperado siglos aquel momento para el milagro de enamorarme, y no pudo.
El pecho se me lleno de angustia y los ojos de lágrimas y me asuste ¿Qué hacíamos allí, en aquel santuario, perturbando la paz de tanta y tanta persona? ¿no habría más de uno que sintiera renacer su espíritu y su amor ante la mirada admirada de alguna de aquellas jovencitas? ¿solo yo había podido entrever el mundo escondido de aquellas figuras?
Tuve prisa por escapar de allí, ya no quería saber nada más y con disimulo me situé a la cabeza del grupo para salir antes. Entonces vi que mi compañera y amiga me miraba preocupada y se acercó para decirme:
_Dina ¿qué te pasa? ¡por favor...!
Comprendí que no podía decir ¡nada! Y le contesté tranquilizadora:
_Algo muy bonito, te lo aseguro. Mañana...
Íbamos llegando a la puerta, donde alcanzamos a otro grupo que salía. ¡Qué mal me sonaban las distintas voces de los comentarios! ¡Dios mío, pensé, a ver un museo se viene de uno en uno, y en silencio! Me chocó la idea, aunque mía. ¡Bueno, tal vez es que yo no soy normal.
Ya en la calle, de nuevo la llovizna, los coches avanzando despacio, algún guardia tratando de ayudar, todo lo familiar de un anochecer en invierno. Mis compañeras se despidieron de la profesora y se dispersaron en grupitos de tres o cuatro.
Doña Sandra me dijo:
-Parece que te ha cansado la visita, Dina.
-Sí, dije,... ¡era mucho! E hice un gesto vago que podía parecer mucho que ver, que andar, o mucho tiempo.
-Pues, prontito a casa ¿eh?
-Sí, le contesté. Tomo aquel autobús ¡Hasta mañana! Y me aparté pues vi que aún me observaba.
Crucé la plaza y me puse en la fila del autobús; subí y me senté, ¡Qué alivio! Podía cerrar los ojos antes de volver al presente, pues mi espíritu aún estaba cargado de emociones y las lágrimas buscaban mis ojos. Miré por la ventanilla al grupito de personas que subían. Todas, al llegar al mismo punto, cerraban sus paraguas y con gestos parecidos preparaban sus monedas; todos atentos al momento presente y pensé ¡Cada cual con su espíritu y su historia, aunque aquí se parezcan!
En la fila vi un hombre, bueno, sólo veía el brazo con portafolio de "trabajo-para-casa" y unas largas piernas. Cerré otra vez los ojos, aún podía acariciar aquellas sensaciones vividas en el Museo.
Ahora recordaba el dibujo del suelo de mármol y un angelote sobre un reloj de bronce. Los botones dorados del uniforme del vigilante eran azules. No, eran dorados, o azules... ¿Qué me pasaba? ¿qué veía?
Me pasé la mano por la cara y los ojos. Sí, veía unos botones azules y siguiendo hacia arriba una corbata que estaba segura de no haber visto antes. Sobre la corbata emergía un rostro que sí había visto esta tarde. ¡Santo Dios! Le miré de nuevo, tratando de recordar. Sí, era aquella la mirada viva que yo había visto un momento en la estatua y aquella la boca cerrada, firme, como para no dejar escapar la súplica que le bullía en la garganta porque otra vez era mal momento.
Miré sus manos, sí, aquellas que sujetaban el portafolio en otro tiempo habían manejado la espada.
Mi pecho era un pequeño mar de bravo oleaje queriendo derribar a mi mente que ya estaba en peligro de llegar al extravío.
-¡Ah, no! Me dije: ¡Esta vez no pasarán siglos! Y reuniendo mis escasas fuerzas las puse en una amplia y amistosa sonrisa dirigida al dueño de aquella mirada. Esperé un segundo y entonces comprendí lo que eran siglos de espera. Él me obsequio con una tímida sonrisa, pero en sus ojos vi todo un amanecer.
Alguien se levantó de junto a mí. Él cruzó el pasillo y se sentó a mi lado. Dijo:
-¡Hola!
-¡Hola! -contesté.
Sentí que éramos náufragos y tierra uno para el
otro. Me acomodé en el asiento de modo que sintiera su brazo junto al mío. Cerré los ojos. ¡Dios! exclamé entre dientes. Y todas las lágrimas que había contenido se fueron rostro abajo sin permiso mío.
-¡Qué bonita es esta música!, ¿verdad? -le dije sabiendo que la oía.
-Sí -me contestó- es magnífica.
Creo que nadie más que nosotros oía el violín de Tchaikovsky.

1 comentario:

  1. Muy bonito, Adelina.
    Se le vienen a uno muchas imágenes a la cabeza.
    Un beso afectuozzízimo

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